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Lea aquí un fragmento de 'El arpa de hierba', de Truman Capote

La novela "El arpa de hierba" es un texto fundamental para conocer la obra del escritor estadounidense Truman Capote, de quien se cumplen cien años de nacimiento. Lea un fragmento del libro aquí.

Truman Capote
Retrato del escritor estadounidense Truman Capote tomado el 02 de octubre de 1980 en Nueva York.
AFP

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¿Cuándo oí hablar por primera vez del arpa de hierba? Bastante antes del otoño ya vivíamos en el cinamomo, así que debió de ser a principios del otoño. Y, naturalmente, fue Dolly quien me lo dijo. Nadie más pudo tener la ocurrencia de llamar a aquello un arpa de hierba. Si al salir del pueblo se toma el camino de la iglesia, pronto se deja atrás una deslumbrante colina de lápidas blancas como huesos y oscuras flores resecas: el cementerio baptista.

Nuestros parientes, los Talbo y los Fenwick, están enterrados allí; mi madre al lado de mi padre, y las tumbas de nuestros familiares, veinte o más, los rodean como las raíces de un árbol pétreo. A los pies de la colina se extiende una pradera que cambia de color con las estaciones. Vale la pena verla en otoño, a finales de septiembre, cuando se torna roja a la puesta del sol y las sombras de color escarlata, semejantes al resplandor de una hoguera, pasan sobre la hierba, arrastradas por las ráfagas de los vientos otoñales que, al agitar suavemente sus hojas, emiten un leve suspiro que parece música humana: un arpa de voces.

Tras esa pradera empieza la oscuridad del bosque de River. Debió de ser en uno de aquellos días de septiembre, mientras nos hallábamos en el bosque recogiendo raíces, cuando Dolly me dijo:

—¿Lo oyes? Es el arpa de hierba, que siempre nos cuenta algo nuevo… Lo sabe todo de la gente de la colina, de los que vivieron antes aquí. Y cuando nosotros estemos muertos, también contará nuestra historia.

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Tras la muerte de mi madre, mi padre, viajante de comercio, me envió a vivir con sus primas, Verena y Dolly Talbo, dos hermanas solteronas. Hasta entonces ni siquiera se me había permitido ir a visitarlas. Por razones que nadie supo nunca con certeza, Verena y mi padre no se dirigían la palabra. Probablemente, mi padre le pidió dinero prestado y ella se lo negó. Es posible, también, que Verena le hiciera un préstamo y él no se lo devolviera.

Lo cierto es que se trató de un asunto de dinero, pues ninguna otra cosa les hubiera importado tanto, sobre todo a Verena, que era la persona más rica del pueblo. La droguería, la tienda de comestibles, la mercería, la gasolinera, un edificio de oficinas, todo era suyo, y su riqueza no hacía que fuera una mujer de trato fácil, precisamente.

Bien, el caso es que papá había dicho que jamás pondría los pies en su casa. Contaba cosas terribles de las señoritas Talbo. Uno de los chismes que hizo circular, y que pronto se extendió por todas partes, fue que Verena era morfinómana. En cuanto a Dolly, lo que dijo de ella fue tan ridículo que hasta a mamá le pareció demasiado y le dijo a mi padre que debería avergonzarse de burlarse de aquel modo de dos personas tan amables e inofensivas.

Creo que mis padres estaban muy enamorados. Cada vez que él tenía que irse de viaje para vender sus frigoríficos, ella se echaba a llorar. Cuando se casaron mi madre sólo tenía dieciséis años, y murió antes de cumplir los treinta. La tarde en que murió, mi padre, sin dejar de gritar su nombre, se arrancó la ropa y se puso a correr desnudo por el jardín.

Verena vino a casa al día siguiente del entierro. Recuerdo el terror con que la vi aproximarse, andando por la acera, una mujer bonita, flaca como un palo, con el pelo corto y medio canoso, cejas oscuras casi masculinas y pómulos delicados. Abrió la puerta principal de la casa y entró en ella sin vacilar. Desde el día del funeral, papá se había pasado el tiempo destrozando todo lo que caía en sus manos, pero no con rabia sino más bien con calma, concienzudamente. Entraba en el salón, cogía una figura de porcelana, la observaba unos instantes, pensativo, y después la estrellaba contra la pared. El suelo y las escaleras estaban llenos de trozos de cristal y de cubiertos arrojados al azar, y un camisón de mi madre colgaba desgarrado del pasamanos.

Los ojos de Verena recorrieron rápidamente aquel caos. —Eugene, he venido para hablar contigo —le dijo con su voz cordial, fríamente exaltada.

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—Sí, Verena, siéntate. Suponía que vendrías —repuso papá.

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Aquella misma tarde, Catherine Creek, la amiga de Dolly, se presentó en casa y recogió mi ropa. Papá me llevó en el coche hasta la casa impresionante y sombría de Talbo Lane. Cuando iba a bajar del coche trató de abrazarme, pero tenía miedo de él y aparté sus brazos. Ahora siento de veras que no nos abrazáramos. Porque sólo unos días después, cuando iba camino de Mobile, su coche derrapó y fue a precipitarse en las aguas del Golfo desde una altura de veinte metros. Cuando volví a verle, le habían puesto dólares de plata en los ojos para que se le cerraran con el peso.

Excepto para comentar que era muy bajito para mi edad, nadie me había prestado hasta entonces la menor atención. Pero ahora todo el mundo me señalaba y comentaba: ¡Qué pena! ¡Pobrecito Collin Fenwick! Yo trataba de parecer apesadumbrado y triste porque sabía que eso los complacía. La gente era amable conmigo, me invitaba a helados o me regalaba cajas de golosinas.

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Y en la escuela, por primera vez en mi vida, obtuve notas excelentes. Así que pasó bastante tiempo hasta que me calmé lo suficiente para darme cuenta de la existencia de Dolly Talbo. Y cuando lo hice, me enamoré.

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