Era un tres de agosto del año 1903. Esa noche se encontraban tan solo dos personas en aquel cuarto pequeño y a la vez misterioso que tenía escasamente una mesita de noche, una silla color marrón y, sobre ella, más de treinta medicamentos que le pertenecían a la señora Mary Jane Murray, madre del escritor irlandés James Joyce. Aquella mujer no dejaba de vomitar y gritar ante tanto dolor. James, el mayor de sus hijos, la observaba desde una esquina y le cantaba melodías. Se habían cumplido diez horas de estar reunidos en aquel lugar donde el aire se negaba a entrar. Murray le suplicaba a su hijo que intercediera por su alma, que se hiciera a su lado e hiciera una plegaría. Él se negó rotundamente.
Había pasado por muchas escuelas jesuitas y ahora con 21 años se había jurado no creer ni perder el tiempo rezándole a un ser que nunca había visto y que no le interesaba conocer. Posiblemente esa había sido su primera convicción, una de tantas que lo llevaría a caminar en un mundo triste en donde solo él sería el encargado de esquivar uno que otro golpe.
Fueron precisamente los libros los que lo habían hecho esquivar cada momento difícil de su vida. Le era imposible pensar en un autor o una obra sin que llegaran primero los gestos o la voz de su padre. Le gustaba traerlo a su mente cada tanto puesto que había sido John Stanislaus Joyce, un recaudador de impuestos, quien lo sacaba de la escuela, lo cogía de la mano y lo llevaba por callejones angostos y maltrechos a recorrer diversas librerías en busca del libro adecuado para él. Era tanta su obsesión porque su hijo leyera que incluso le compraba dos o tres ejemplares arriesgándose a los gritos de la señora Mary, pues al otro día seguramente no tendrían para comer.
Luego de la muerte de su madre se prometió a sí mismo dedicarse a estudiar a profundidad las corrientes literarias y dedicarse a escribir durante todas las noches. Por esos días había anotado tres palabras en su agenda roja: “Silencio, destierro y astucia”. Tal cual describe estas palabras poderosas en su libro el retrato del artista adolescente publicado en 1916. Amaba las calles y cada rincón de Irlanda, pero había una voz en su interior que cada noche le gritaba que debía escapar. Debía estar lejos y añorar los castillos y los museos de Dublín para poder retratarlos y plasmarlos en el papel, en esa hoja blanca que le atormentaba cada vez que la veía vacía, pálida, sin una sola mezcla de tinta. Viajó a Francia para dejarse impresionar por las dos corrientes que más llamaría su atención: Naturalismo y simbolismo. Entre más conocía otras diferentes corrientes literarias más las rechazaba.
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Disfrutaba los momentos de soledad, especialmente cuando viajaba en tren y podía observar por la ventana como desaparecían los paisajes a gran velocidad, pues su mente divagaba a ese mismo ritmo. Era en esos momentos cuando podía pensar en la importancia de los acontecimientos que se convertían en una carga para el ser humano. Era allí cuando se permitía soñar con un libro de más de 800 páginas que identificara las distintas sensaciones por las que atraviesan las personas. Sin embargo, acordarse del dolor en sus ojos lo hacían estremecer. Era como si la vida por algunos meses le impidiera dedicarse a lo que más amaba. A lo largo de su vida le habían practicado más de diez cirugías en su ojo izquierdo a causa de una hipermetropía, debido a que en su juventud frecuentaba el barrio rojo de Dublín, donde experimentó sus primeras relaciones sexuales.
Fue por esas noches donde se contagió de uretritis, una enfermedad venérea que le produciría después fiebre reumática, causándole inflamación en los tejidos que sostienen el iris. Fue aquello lo que lo llevó a sufrir de profundos procesos depresivos, pues tal enfermedad avanzó tanto que lo dejó ciego. Bien lo dijo el escritor Argentino Jorge Luis Borges en una conferencia dedicada a la vida y obra de James Joyce en 1960, en la ciudad de La Plata: “Joyce no fue un pensador importante, su vida fue común. Buscó modelos en Francia para no buscarlos en Inglaterra, las ideas de Joyce fueron ideas comunes, pero la diferencia de los hombres de su época fue su pasión literaria. El hecho de entregarle su vida a la literatura”. Se tardó más de diez años en escribir Ulises, su obra más importante. Ni su esquizofrenia ni su cansancio en los ojos, ni mucho menos su ceguera impidió que le diera vida a Leopold y Molly Bloom, Stephen Dedalus, entre otros personajes importantes. La historia comenzó el 16 de junio de 1904, día que el autor habría de recordar por siempre, pues fue el comienzo de su relación con su compañera de vida, Nora Barnacle.
Durante siete años escribió página tras página, mientras pensaba en Bloom y escogía el ritmo adecuado para narrar un día entero de la vida de este hombre. Se fumaba un cigarrillo con tranquilidad y así mismo exhalaba el humo lentamente. Su obra nos hablaría de la memoria, los fracasos, la soledad y los secretos que nos llevamos atascados en el pecho. Solo una mente brillante se propuso escribir durante siete años sobre un día que se tornaría infinito y eterno para su protagonista. Fue el lingüista, traductor y además secretario por varios años del autor irlandés, Stuart Gilbert, quien escribió el libro "el Ulises de James Joyce: un estudio”. Allí menciona a profundidad el propósito y las características que componen esta obra: “Cada episodio del Ulises tiene su escena y hora del Día, está (a excepción de los tres primeros episodios) asociado a un determinado órgano del cuerpo humano, se relaciona con un determinado arte, tiene su símbolo apropiado y una específica técnica. Cada episodio tiene también un título, que corresponde a un personaje o episodio de la Odisea. Algunos episodios tienen también su color apropiado (una referencia, como ha señalado M. Larbaud, a la liturgia católica)”. Es por medio de este estudio en donde entendemos que cada capitulo de Ulises está dedicado un verso de La Odisea. Asimismo, refiere el porqué del uso de colores y órganos del cuerpo que narra Leonard Bloom en este día de nunca acabar.
"El hombre no le place ni la mujer tampoco, dijo Stephen. Vuelve después de una vida de ausencia a ese lugar de la tierra donde nació, donde siempre ha sido, hombre y niño, testigo silencioso y allí, concluido el viaje de la vida, planta su morera en la tierra. Luego muere. Todo movimiento ha cesado. Unos sepultureros entierran a Hamlet père y a Hamlet fils. Rey y príncipe finalmente en la muerte, con música incidental. Y, aunque asesinado y traicionado, es llorado por todos los frágiles corazones tiernos pues, danés o dublinés, el dolor por los muertos es el único esposo de quien rehúsa divorciarse”. La escritora británica Virginia Woolf en las paginas de su diario opino sobre la obra y su escritor: “Un escritor autodidacta egoísta, insistente, teatral y en última instancia nauseabundo”. Otros autores de la época solían decir que aquellos pasajes no eran más que palabras enredadas y no lograba una sola frase llena de sabiduría. Aunque no se puede negar que siempre hablaremos de una obra difícil cuyas páginas exigen la concentración y la perseverancia del lector. ¿Quién no ha sentido las mismas sensaciones que Leonard Bloom? ¿Quién no ha sentido angustia por medio del silencio? ¿Quién ha logrado tener su mente tranquila ante tanto caos? Quienes hemos tenido la oportunidad de leer algunas páginas de esta obra, más allá de la dificultad en su narración, nos hemos identificado por medio de una acción, gesto, sentimiento o frase, pues la obra “Ulises” de James Joyce es un tesoro más que infinito.