Competir, ganar, ganar, ganar. El fracaso como la humillación final. La vida como un eterno frenesí donde la derrota no es una opción. El otro, como un enemigo al que debe estampársele la palabra "perdedor" como una marca de nacimiento. El individualismo por encima de lo colectivo. ¿Qué mundo se está formando tras todo esto? Y a medida que esta visión termina de imponerse cada día, ¿qué será de nuestro futuro? Por ahora con más fortuna que cualquier otra cosa, nos queda solo una certeza: la poesía como forma de resistencia.
Para Elizabeth Bishop, contrario a todas estas imposiciones del mundo moderno, perder era un arte que había que dominar. Eso sí, trataría de aprenderlo de a pocos como un dolor que nunca cesa. Nació en Massachussets en 1911, cuando cumplió ocho meses de edad su padre fallecería, a los cinco años vería por última vez a su madre, que tuvo que ser internada hasta su muerte en 1934 por problemas mentales. Su infancia fue una larga procesión entre ciudades, disputas entre familias y una profunda herida que se transformará al pasar los años en un desarraigo convertido en peregrinación por el mundo. Según recuerda Marta Rebón, en su artículo para El País, la poeta alguna vez confesó para The Paris Review, que siendo niña se sentía siempre como una invitada.
Después de su grado del internado Walnut Hill School for the Arts, donde fue inscrita por su familia paterna y donde empezaría a realizar sus primeras publicaciones, conocería a la también escritora Marianne Moore que sería base fundamental para el desarrollo literario de Bishop y por supuesto, como polo a tierra en momentos de inflexión. En 1946, el mundo conocería su primer poemario North & South que le abriría las puertas al reconocimiento literario en su país con premios, mecenazgos y becas que le permitirían viajar por el mundo y regir su propio destino.
Tras vivir varios años en Europa y en Florida, en 1951, gracias a la beca del Bryn Mawr College, emprendería una nueva aventura, quizá tratándose de hallarse a sí misma, o por fin, un hogar en el mundo. Llegaría a Brasil, impulsada por visitar a una de sus amigas que era pareja de Lota, (la famosa arquitecta y paisajista Carlota Costallat de Macedo Soares), quien la acogería en su hogar tras sufrir una infección que la obligaría a quedarse en el país y abandonar su recorrido en barco por Suramérica.
Podemos sentarnos y llorar; podemos ir de compras, / o jugar todo el rato al juego de ser malas / con la serie, que no tiene precio, de los vocabularios, / o podemos valientemente lamentarnos, pero, por favor, / por favor, venga volando.
Publicidad
En Brasil, pasaría casi dos décadas de su vida (quizá las más trascendentales) donde con su segundo poemario A Cold Spring (1955) ganaría el Premio Pulitzer de poesía en 1956, el National Book Award, National Book Critics Circle Award junto a las becas de la Fundación Solomon R. Guggenheim y la de Ingram Merrill Foundation, además de vivir junto a Lota, en una relación que acabaría en 1967, con la trágica muerte de la paisajista por sobredosis en una visita a Bishop en New York, donde en los últimos meses consumida por la depresión y el alcoholismo la poeta se había radicado.
Bishop, posteriormente, trabajaría en la Universidad de Washington, Harvard y Nueva York. En 1976 se convertiría en la primera mujer en ganar el premio internacional Neustadt de literatura y publicaría su último libro Geography III, en 1977. Dos años después de esta publicación fallecería en su casa por una aneurisma cerebral a la edad de 68 años.
La grandeza en las letras no se trata de volumen, ni mucho menos de un afán por dejar un legado. La poesía, al menos para Bishop, no se trataba de un oficio al que se pudiese recurrir todos los días, aunque esto no significara tampoco, la espera constante de una virtud divina o una inspiración fugaz que la animara a continuar. Ciento un poemas fue el total de la obra de Bishop publicada en vida. Como un enigma, no de aquellos que confunden, sino que invitan a la imaginación: una fuerza que ejerce dentro de lo sutil para llegar a ser memorable. El rigor de la ponderosa necesidad de escribir, en un método que implicaba ponerle punto final en el momento adecuado aunque costara años y años de trabajo incansable. En la poeta, no hay una condescendencia a la exageración, ni a los adornos. Es la capacidad del retrato (sí eso es posible) del momento y el sentimiento en su más reducida y por ende también exacta representación en forma de verso.
Tampoco es gratuito el legado de Elizabeth Bishop en la literatura occidental. Su obra marcó uno de los puntos más altos y trascendentales del siglo XX, equiparándose a nombres como Whitman o Dickinson. Sin embargo, su poema más famoso, en el que resume su experiencia de vida llegaría solo en su último libro. Quizá porque sin saber sobre su vida no podríamos entenderlo del todo. Llamado "un arte", explora las constantes perdidas, desde lo mínimo hasta lo trascendental, como las llaves de una casa inhóspita o el amor inefable convertidos en un punzón que se va apoderando, como un arte, doloroso y bello, que por más que se procure entenderlo o dominarlo, nos sobrepasa, y que, sin embargo, como una terrible paradoja, por nuestra esperanza humana, procuraremos dominar por siempre, minimizándolo, mirando hacia otro lado, donde la cicatriz de la perdida no tenga la forma de la ausencia.
No es difícil dominar el arte de perder: / tantas cosas parecen llenas del propósito de ser perdidas, / que su pérdida no es ningún desastre.
Recuerde que puede conectarse con la señal en vivo de la HJCK, el arte de escuchar.