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El nacimiento del cristianismo contado por Germán Espinosa

Con la prosa y estilo característico de Germán Espinosa, a través de la vida de Saulo de Tarso, el escritor hace un repaso por el nacimiento del cristianismo. Publicado originalmente en 1987, "El signo del pez" llega nuevamente a las librerías del país con Penguin Random House. Lea aquí en exclusiva el primer capítulo de este libro.

Germán Espinosa

La traición del calderero

En las calendas de agosto del año 817 de Roma o, lo que es igual, 109 del calendario juliano o, para mejor comprensión, 64 de nuestro calendario gregoriano, el César Nerón recibió un acta suscrita por el prefecto del pretorio romano, Sofonio Tigelino, y por varios cuestores y ediles de la ciudad, en la cual se hacían, a su modo de ver, aseveraciones alarmantes.

El alma del Emperador se hallaba turbada hacía días. En el momento de serle entregada el acta, por lo menos tres cuartas partes de Roma, que antes de Augusto era una ciudad de ladrillo y ahora era una ciudad de mármol, se encontraban reducidas a cenizas o a piedra denegrida. Un hollín pertinaz flotaba sobre su cabeza e inundaba sus pulmones. Afuera, el pueblo gemía de intemperie y bramaba de indignación, mientras vagabundeaba en busca de desperdicios aprovechables. El fuego, misteriosamente iniciado cerca de la Puerta Capena y del Transtíber, había consumido las barriadas del Velabro, de las Carinas, del Palatino y del Foro. Pavesas eran el altar de Hércules, el Santuario Lunar de Servio Tulio, el templo de Vesta, el de Júpiter Stator. El propio Mar Interno se enlutecía con una capa cineraria arrastrada por el viento.

Seis días duraba aquella pesadilla y todavía alentaban las llamas, agravando con su fulgor rojizo el manto gris de la atmósfera, en proximidades de las Esquilias. «El número de víctimas —rezaba el acta— resulta aún incalculable. Acto monstruoso como este no ha sido perpetrado jamás contra capital de imperio alguno. Y Roma, nuestra amada Roma, toda nuestra tradición y nuestra grandeza claman a nosotros, Nerón César, para que no quede impune».

Al principio, Nerón se inclinó a pensar que sus subordinados no solo hacían mala literatura, sino que exageraban un poco. Al fin y al cabo, ya en tiempos de su antecesor Augusto, los incendios habían abundado de tal modo en las calles sucias y angostas de los barrios populares, que el gobierno se vio obligado a prohibir la erección de casas que excedieran la altura de setenta pies. También este parecía haberse originado en las populosas callejuelas del Palatino y del Celio, hacia la parte del Gran Circo, donde había numerosos comercios de extranjeros, en los cuales solían expenderse materias fácilmente inflamables.

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Pero había que reconocer que todos los incendios anteriores se dominaron con relativa facilidad. El río fue para ellos una barrera infranqueable. Jamás los fuegos transtiberinos cruzaron tan orondos los puentes. Nunca se atrevieron con los altos muros de los templos ni de los palacios. «En el incendio de este verano —insistía el informe una y otra vez— brillan entre la sombra, César, manos criminales. Manos que alimentaron constantemente las llamas, impidiendo que se adormecieran en los lotes húmedos o en los remansos del viento. Y nosotros conocemos esas manos».

Fue aquí donde Nerón comenzó a alarmarse. Despidió a dos o tres mozalbetes que trataban de alejar de su mente las ideas sombrías y se esforzó por concentrarse en el texto del acta. «Sabemos lo que tú, divino César, ignoras». Pero, por Júpiter, se dijo, ¿por qué había yo de ignorarlo, a no ser porque ustedes se habían empeñado en ocultármelo? Cambió de posición entre los cojines y prosiguió, cejijunto, la lectura. «En sus cincuenta y cinco años de vida, el prefecto romano ha aprendido a estimar la calidad y la astucia de todos y de cada uno de los enemigos del Imperio. Y, entre las multitudes abigarradas que pueblan nuestra capital, a distinguir la más venenosa de las hidras que nos inficionan, y cuyas cabezas son ya innumerables».

En la mente del Emperador, hombre instruido, poeta, alumno alguna vez del filósofo Séneca, la palabra hidra poseía diferentes connotaciones. Se trataba, por una parte, de uno de esos extraños bichos de agua dulce, que se alimentan de gusanillos y dan la impresión de un tubo, cerrado en un extremo y erizado de tentáculos en el otro. Pero también de aquel monstruo de múltiples cabezas al cual dio Hércules muerte en la laguna de Lerna, nacido probablemente de las destroncadas testas, a ella arrojadas, de los maridos de las danaides. Innumerables cabezas y tentáculos, pensó: mi prefecto, mis ediles y mis cuestores me notifican de la presencia en Roma de un monstruo constrictor y muy pensante.

Siguió leyendo: «Sabrás, Nerón César, que en los confines de nuestro Imperio habita un pueblo, extraño en verdad, muy distinto de los demás que conocemos y que hemos aprendido a mantener en cintura. Hace muchísimo tiempo, ese pueblo se designa a sí mismo como judío, voz que entraña un doble concepto étnico —israelitas del reino de Judá— y religioso. La fuente de su ley se encuentra en una serie de escrituras traducidas hace más de dos centurias al griego bajo el nombre de Septuaginta. Entérate, porque conviene a tus intereses, que los judíos no suelen solo habitar sus asentamientos nativos, vecinos del Asfáltites, sino que andan dispersos por Mesopotamia, Persia, Siria, Asia Menor, Egipto, Cirenaica, Grecia, Macedonia y el propio territorio metropolitano de Roma. Ello no implicaría motivo de preocupación, a no ser porque en el corazón de cualquiera de ellos priva la necesidad de imponer al total de los humanos el culto de su dios Yahweh, divinidad que, según sus creencias, es la única que habita el Olimpo. Queremos decir, César, que aunque los oigas hablar de dioses en apariencia diversos, como El, Eloah, Elohim, El Elyón o El Sadday, en realidad se trata de uno solo, Yahweh, a quien creen Señor Absoluto del Universo. Nuestras viejas observaciones de sus costumbres nos hacen saberlos fanáticos, esclavos sumisos y ciegos de su divinidad. De allí el peligro que suponen».

¿Y es esta la Hidra?, se preguntó Nerón; ¿no bastarían unas cuantas degollinas para yugularla, inutilizando sus tentáculos y enmudeciendo sus cabezas? Pero una frase que advirtió al pasear de nuevo la vista por el manuscrito lo sacó de ese repentino buen ánimo. Sus funcionarios ensayaban, para tedio suyo, una historia del judaísmo, a la luz de quizá muy fragmentarias averiguaciones. La posibilidad de un destierro en Babilonia, cierto edicto del persa Ciro, una sublevación de los macabeos, la toma de Jerusalén por Pompeyo… Finalmente, el surgimiento de un nuevo culto. Pues, según decían, los judíos rendían tributo a una cadena casi ilimitada de profetas, el último de los cuales, un tal Jashua o Yusú, parecía haber instituido cierta secta condigna, fundada siempre en Yahweh —y aquí venía la frase espeluznante—, que empezaba a ganar numerosos adeptos entre la población de Roma.

Quiso sonreír, pero obviamente el dato no provenía de ninguno de esos alarmistas ingenuos a quienes un gran incendio como el que vivían inflamaría la imaginación a extremos deplorables. En modo alguno. Provenía de su experimentado y sesudo prefecto; y lo respaldaban ediles y cuestores. Leyó en forma casi transversal: «Hará unos tres años, un tarsiota a quien tu prefecto conoce de mucho atrás, pues tuvo el honor de servir en tiempos de Calígula como pretor peregrino en Asia Menor, estuvo alojado en la prisión del campo pretoriano y también en la cárcel subterránea del Tullianum. Su condición de ciudadano romano, a despecho de su origen judío, fue respetada a la postre, y ese terrible enemigo del Imperio se encuentra en libertad. ¡En libertad, para tratar de socavar nuestros cimientos seculares! A ese y no a otro; a él y a sus secuaces judíos culpamos, César, por el incendio de Roma».

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El hijo de Cneo Domicio Enobardo y de Agripina (a quien había asesinado), el nieto de Germánico, el hijastro de Claudio, el discípulo de Séneca y de Burro Afranio, el uxoricida Nerón recordó cómo, en tiempos no muy remotos, cultos egipcios, como los de Osiris y su hermana Isis, habían llegado a instilar la religión romana. Él mismo… ¿no hizo tantas veces ofrendas y sacrificios a la diosa lunar, rival de la griega Selene del frontón oriental del Partenón? Sí… Algunas deidades del Nilo habían venido, con los años, a mezclarse en la danza sagrada del panteón autóctono, del cual él mismo, como César, formaba parte. Pero ninguna con pretensiones tan exclusivas como las de este Yahweh del que ahora se le informaba. Ninguna con humos de divinidad única. Volvió a fruncir el entrecejo y acabó de leer: «Para que nos creas, no haremos sino invocar los serviciales años de tu prefecto en tierras de Oriente y su viejo conocimiento de las andanzas del personaje para el cual solicitamos tu preocupada atención. Personaje cuyas actividades de agitación contra Roma, cuyo carácter incurablemente sedicioso, hemos seguido de cerca a lo largo de decenios». Y para terminar: «César, mientras nuestros guardias ejecutan tus órdenes de dar asilo en los pórticos de los palacios y de alzar barracas para proteger a nuestros numerosos damnificados, medita en esta historia de conjura y en la forma como habremos de suprimirla».

Nerón trató de respirar hondo y el hollín inundó otra vez sus pulmones. Pateó el suelo con ira. Desde los ventanales vio, a la manera de un horrible crepúsculo, las llamas que aún se alzaban en dirección a la necrópolis del Monte Esquilino.

La casa de Aspálata, que era griega y adinerada, se hallaba de cara al Tíber, muy próxima a uno de los puentes que cruzaban el río. En este desembocaba una calle principal, que un poco atrás se abría en una plazoleta cuyo fondo ocupaba uno de esos templetes secundarios, destinado probablemente al culto isíaco. Era una anciana mujer, cuyos ojos parecían ahora náufragos del infinito, perdidos en visiones extratemporales. Vivía sola, sin servidumbre, hábito que había adquirido desde sus remotos años de Tarso, y se movía por la vasta residencia con movimientos fantasmales, pero al tiempo mecánicos, como si fuera ciega. No lo era, sin embargo; en su mirada reposaba aún aquella franca y serena belleza de sus años mozos y en su cuerpo, delgado, no habían dejado huella demasiado sensible sus largos años de hetairismo.

Aquella tarde la había destinado a los recuerdos. El reciente incendio de Roma, pese a la cercanía de las barriadas transtiberinas y de los puentes, no había tocado la casa, pero en las calles vecinas reinaban el desorden y la desolación. No sin cierta indolencia, Aspálata había resuelto clausurarse, en tanto volvía todo a la normalidad, y se rendía con dejadez morosa a la memoria de esas peregrinaciones sin sentido que habían ocupado varios períodos de su vida, y la última de las cuales la había depositado, vieja y fatigada, en esta desdichada capital imperial cuyos ingentes recovecos resucitaban en ella los días, nada venturosos, que pasó al lado de Marco Manilio.

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Incuestionablemente, no había sido feliz, pero era algo que creía poder compartir con la totalidad de los humanos. En cambio, estaba segura de haber presenciado con esos bien abiertos ojos algunos de los acontecimientos capitales de sus tiempos. El más sobresaliente, quizás, la ignominia del Gólgota, hacía ya —¡quién lo dijera!— más de treinta años. Ahora, unos cuantos millares de romanos —como de griegos— habían terminado por abrazar la doctrina del Crucificado, tal como ella lo predijera desde aquellos años en que Saulo y Pedro solían incurrir en pasajeras crisis de pesimismo. Nada realmente grande en este mundo, reflexionaba, se granjea un fácil éxito. ¿Qué divinidad lo habría dispuesto así? Tiempo hacía, después (o a pesar) de todo, que a ella le preocupaban poco las divinidades. Se asombraba de ello (máxime si tenía en cuenta su vínculo estrecho con el nacimiento de una nueva religión) cuando oyó golpes en la puerta.

Al acudir tuvo frente a sí una visión que estuvo a punto de horripilarla. Una mujer tan anciana como ella, pero contrahecha por los años y con una boca desdentada, de donde brotaba sin conmiseración un aliento fétido, le dibujaba con un garabato en la tierra del jardincillo, donde modestos jacintos luchaban por imponer su infatigable fragancia, el Ichthys, el signo del pez. Aspálata conocía de tiempo atrás esa contraseña con la cual los cristianos se identificaban entre sí, pero el que alguien la utilizase como credencial ante ella le causaba sorpresa. No era ni había pasado jamás por cristiana. Su antiguo conocimiento con los fundadores de la secta de muy pocos era sabido. ¿Por qué, pues, esta horrible mujer se presentaba en su puerta con el Ichthys en los dedos (lo hacían también en una forma muy sencilla con el pulgar y el índice) y con unos ojillos, brillantes de malicia, que parecían invitar a la confidencia?

Le preguntó en qué podía serle útil, pero la vieja le indicó por señas que sería mejor conversar en la intimidad. Solo porque le era lícito suponer que, de alguna manera, Saulo —para ella sagrado— estuviese relacionado con la imprevista presencia de esta sabandija que destemplaba cada una de las fibras de su espíritu, la dejó pasar. Aspálata había soñado toda la vida con hacer de Saulo un griego, es decir, un cultor de la razón. Saulo había luchado siempre por mantenerse lo más judío que pudiera. A estas alturas, cuando ambos coronaban la cúspide de su edad, recaer otra vez en ese pormenor parecía falto de sentido. Pero no podía evitarlo ante la hipótesis de que el tarsiota hubiese enviado a su casa, precisamente a su casa, semejante mensajera. Candace, sin embargo, no había sido mandada por Saulo. Venía, al parecer, por cuenta propia.

—Soy —dijo— la mujer de Alejandro, el fabricante de calderos. Todos me llaman Candace, la calderera. También practico la adivinación.

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Aspálata experimentó un sobrecogimiento al recordar al tal Alejandro. Extraño fruto de la diáspora, hijo de judíos helenizados como su nombre lo atestiguaba, aquel individuo mediocre de estatura, escurridizo de ojos y de tez cuajada de gránulos le repugnaba por instinto y trataba de mantenerlo todo lo lejos que fuese posible. No obstante, a Saulo la necesidad de su conversión, como la de su indeseable mujer, parecía obsederle. Y nada tendría de raro (ya que, claro, aquí teníamos a Candace) que a la vuelta de unos segundos el mismísimo calderero pidiese a su turno permiso para entrar, con su eterna sonrisa, a ella a quien infundían un temor irracional las personas que siempre sonríen.

No tardó en deplorar la probable injusticia de su razonamiento. Aparentemente, a la calderera no solo la traía una causa noble, sino de vida o muerte. Primero se irritó, pensando que la convicción, por esta expresada, de que Saulo se hallaba en serio peligro, derivase únicamente de sus actividades adivinatorias. Candace había juzgado oportuno hacer una especie de proemio, informando sobre su habilidad en las artes de Tages y de Begoe. Era esta última una ninfa que enseñó la doctrina de los rayos —se prodigaba la visitante— y cuyos libros estaban guardados en el templo de Apolo, en el Palatino. Tages fue un niño prodigioso que surgió de la tierra y sus enseñanzas se hallaban codificadas en los aruspicini, en los fulgurales y en los rituales, todo ello sacratísimo. No se debía, pues, dudar de sus visiones, pero no era exactamente una visión lo que le había revelado el peligro en que Saulo se encontraba. Y no se habría necesitado apelar a la adivinación, ya que había sido ni más ni menos que su marido, el torcido Alejandro, el responsable de aquella situación, al aceptar por unos viles cuadrantes atestiguar ante uno de los dieciocho pretores de Roma haber visto a Saulo encabezando un grupo de incendiarios en el Transtíber.

En donde sus dotes de adivina salían a relucir era en su certidumbre, avalada por Begoe y por Tages, de que Saulo en efecto sería apresado por la guardia pretoriana y que pagaría con la vida la calumnia levantada por su marido. Tal revelación la había horrorizado y, como no deseaba hacerse cómplice de semejante crimen, había venido en un vuelo a ponerla sobre alerta. Borrosamente, sabía que… existían relaciones entre la griega y el predicador. Por sus propios medios, no hubiese logrado dar con el paradero de Saulo. Por eso había osado tocar a su puerta.

Angustiada, Aspálata confundía en el magín la parte fundada y la adivinatoria del relato. Debió realizar un esfuerzo mental para separarlas. Su primer impulso fue el de volar al lado de Saulo, para colocarlo sobre aviso y, si era el caso, suministrarle algún dinero con el cual pudiese embarcar hacia Tróade, donde Carpo sin duda le proporcionaría un buen escondite. Pero la suspicacia griega inundó entonces su entendimiento, y se preguntó si esta venenosa familia de caldereros justamente no lo habría planeado todo para que ella acudiera sin tardanza donde el tarsiota, a fin de averiguar así su paradero y arrojarlo en manos del pretorio. Se imponía, pues, emplear la astucia: despistar a Candace.

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Ante todo, le ofreció una bolsa de ases, que la mujer aceptó con la mayor desvergüenza, borrando de ese torpe modo cualquier viso de nobleza que hubiese animado su visita. Luego le rogó el favor de que trajese para ella una de esas literas cuyas caballerías se afianzaban en dos varas laterales. Aguardó en la puerta, presa de todo género de sospechas, en tanto el vehículo se aproximaba desde la calzada principal. Una vez instalada en su interior, ordenó al auriga, en voz lo suficientemente fuerte para que oyese la calderera:

—Llévame a la villa de Postumio Pretextato.

La litera partió a toda prisa. Dando vuelta a la cabeza, Aspálata vio a Candace salir como disparada en dirección contraria. Ahora no le cabía duda. Su visita había sido una treta para establecer el paradero de Saulo. Próximos debían encontrarse, acaso a la vuelta de la esquina, los esbirros de Tigelino. No bien hubieron recorrido unas cinco cuadras, bordeadas en su casi totalidad por calcinados edificios, dio contraorden al auriga:

—Olvida la orden anterior y llévame a casa de los Priscila.

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En donde Pretextato, pensó, cuya villa se encontraba en la margen izquierda de la Vía Ostiense, los pretorianos tardarían lo bastante como para que Saulo pudiese abandonar la ciudad y trasladarse a algún puerto tirrénico, del cual podría partir en una embarcación al favor de la noche. La sangre afloró en una oleada de indignación a su rostro, al recordar el descaro con que Candace se presentó en su puerta con el signo del pez, que en mala hora les fuera revelado a ella y al calderero para que pudiesen concurrir a la prédica. De haberse hallado Saulo en plena actividad, fácil les hubiese resultado ubicarlo en cualquiera de los lugares habituales de sus sermones. Por fortuna, el tarsiota se reponía de una pasajera dolencia en casa de Ebucio Priscila, un latino converso que había hecho ya notables donaciones a la secta. La circunstancia no era desconocida en los medios cristianos, pero a nadie se le hubiera ocurrido confiar la ubicación de Saulo al malévolo Alejandro, que demasiados embrollos había armado ya y en cuya conversión, actual o futura, nadie, con excepción del apóstol, creía.

Descendió frente a la mansión, intocada por el fuego, en cuyo frontis un altorrelieve historiaba el instante en que Juno, para que le otorgara el premio de la hermosura, ofrendaba al joven Paris sus imperios y sus riquezas. Asimismo, podía verse a la diosa restaurando su virginidad en la fuente de Argos. Proverbialmente, la familia Priscila había sido consagrada a la Hera romana. Halló a Ebucio en el tepidario, donde la recibió completamente desnudo. A despecho de su conversión, el sentido judío del pudor corporal no cabría jamás en la mente de un latino. A ese adinerado hijo de patricio —cuyas influencias, sin embargo, de poco servirían si Tigelino lograba aportar testimonios que señalasen a Saulo como uno de los incendiarios de Roma— lo conocía desde niño, cuando su padre solía recurrir en Atenas a sus caricias de hetaira. El hombre indagó lo que la traía y Aspálata relató con prisa nerviosa la visita de la calderera.

—Es más grave de lo que supones —dictaminó trágicamente el aristócrata—. Saulo se encuentra, en efecto, en la villa de Pretextato.

A Aspálata se le desplomó el cielo. Cuando, en uno de los carruajes de Ebucio, ya entrada la noche, consiguió llegar a la villa, fue solo para ver al tarsiota, atadas sus manos de trenzador de esteras, salir escoltado por seis pretorianos, bajo el mando de un centurión.

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