
En una esquina de Buenaventura, sobre una pared azul desteñida, una frase en letras rojas proclama: "Se arreglan motores y corazones". La firma de ese anuncio no está en la parte inferior sino en la caligrafía misma: una mezcla de gracia e imperfección que revela la mano que lo trazó. Allí, como en tantos rincones del país, la tipografía no sale de un computador, sino de un pincel empapado de oficio y memoria.
La rotulación popular —ese arte de pintar letras directamente sobre muros, persianas o carteles— no solo es un recurso gráfico: es un lenguaje visual con raíces profundas en la historia del trabajo informal, la economía barrial y la estética popular colombiana. Frente al diseño digital y las fuentes tipográficas homogeneizadas, estas letras hechas a mano persisten como signos de identidad, resistencia y belleza cotidiana.
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El trazo como oficio
Hasta hace poco, nadie hablaba de “rotuladores” como diseñadores. Eran pintores de avisos, rotulistas o, en el mejor de los casos, “decoradores”. Hombres —y pocas mujeres— que aprendieron mirando a otros, que entrenaron su pulso en paredes de colegio y que hoy cargan décadas de saber gráfico sin diploma. Sus tipografías nacen del gesto, no del software.
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El proyecto Letras hechas a mano, de la Universidad de los Andes, ha documentado durante años esta práctica en varias ciudades del país, revelando su riqueza visual y cultural. En sus archivos encontramos alfabetos únicos, compuestos por la experiencia del trazo más que por reglas del diseño académico. Letras con sombra, contorno doble, inclinadas, floridas, a veces ingenuas, otras majestuosas. Letras que, aunque copiadas una y otra vez, nunca se repiten del todo.
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Diseñar sin diseñar
A diferencia del branding corporativo, la rotulación popular no busca ser uniforme ni atemporal. Es cambiante, funcional, y profundamente local. ¿Qué dice de una panadería de barrio que sus letras sean gordas y redondas? ¿Qué transmite una droguería cuyo nombre en rojo está subrayado con una línea azul, ladeada y viva? La respuesta está en la mirada del vecino, del cliente, del caminante: en la emoción que provoca esa estética imperfecta pero íntima.
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La diseñadora y académica Carolina Ponce de León ha sugerido que este tipo de prácticas gráficas populares constituyen un campo de diseño "fuera del centro", donde se producen formas de autoría colectiva y estética autónoma. En otras palabras: hay diseño allí donde no lo reconocíamos.
Letras de país
Los rótulos pintados a mano también son un mapa de acentos visuales. En Santa Marta abundan las letras con serifas y colores vibrantes; en Bogotá, la sombra negra y los bloques rectangulares son comunes. En Pasto, muchas peluquerías tienen letras cursivas estilizadas, mientras que en la Costa los letreros tienden al humor gráfico.
Esta diversidad no es solo decorativa: revela formas de habitar, de vender, de mirar. En palabras del diseñador argentino Alejandro Ros, “la tipografía popular tiene olor, tiene música, tiene barrio”. En Colombia, podríamos decir que tiene también vallenato, mazamorra, tinto, mecato.
Desaparecer, aparecer
Con la llegada del diseño digital y la impresión en vinilo, la rotulación a mano comenzó a desaparecer. Más rápida, más limpia, más barata en apariencia, la gráfica computarizada borró cientos de paredes hechas a pulso. Pero desde hace unos años, un movimiento inverso empieza a gestarse.
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Diseñadores jóvenes, fotógrafos, urbanistas y artistas han comenzado a mirar con respeto —e incluso nostalgia— estas letras populares. Talleres como Tipográfico Rural, proyectos como Letreros de la Calle o exposiciones como Gráfica Mestiza buscan no solo preservar, sino aprender de esta tradición.
En el barrio Restrepo de Bogotá, aún puede encontrarse a Mario Fajardo, uno de los últimos rotuladores activos del sector. Sentado frente a una persiana, pincel en mano, pinta la palabra “Zapatería” con la concentración de un calígrafo antiguo. Le preguntan si le parece arte. Él responde: “No sé. Pero cuando termino y la gente sonríe, sé que hice algo bien”.
Un legado por escribir
Quizás el mayor valor de la rotulación popular no esté en su estética —aunque la tiene—, sino en su capacidad de narrar: de contar sin palabras la historia gráfica de un país. Cada letra pintada a mano es un acto de confianza en lo visible. Un gesto que no pide permiso al mercado ni al canon. Un modo de decir: aquí estoy, así escribo, así vivo. Hoy, en un país donde los diseños tienden a parecerse y las calles a repetirse, estas letras hechas a mano nos devuelven una verdad sencilla y luminosa: que el diseño también es cuerpo, voz y territorio.
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