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Escuchar a los árboles

Dicen que los procesos creativos pasan de la imitación a la emulación y llegan, finalmente, a la innovación. En "Verdor" es la primera vez que N. Hardem se siente lo suficientemente libre como para proponer, para innovar. De su trabajo previo aprovechó la experiencia y la práctica: no sería posible encontrar su voz sin diez años de rap previos.

N. Hardem
"Verdor" es un álbum grande que contiene la hermosura y el reconocimiento de las cosas básicas, de lo que solía dar por sentado, como vivir en Colombia, ser de Colombia, poder hacer rap desde Colombia.
Juan José Ortiz-Arenas

I


Tres mujeres bailan frente a la cámara que captura un instante de júbilo. Es otra época, quizás los años 70, los 80. La mujer de la derecha muestra sus dientes con una sonrisa, lleva un collar alrededor del cuello, tiene los brazos en alto y viste una camisa verde de manga corta sobre su cuerpo negro. Se llama Pina Sánchez, y cuando la imagen fue tomada todavía faltaban diez o veinte años para que naciera su hijo, Nelson Enrique Martínez Sánchez. Él crecería en Bogotá, se lanzaría al rap como N. Hardem y elegiría esa foto de su madre, su tía y una amiga de ellas en una fiesta del barrio para que fuera la portada de su álbum Verdor.

En 2014 N. Hardem debutó con Cine Negro, un trabajo de rap estricto: barras directas sobre samples de jazz. La experiencia y los años le trajeron más herramientas para su escritura, más peso para la asociación libre que caracteriza sus rimas actuales, más libertad para llegar a nuevos momentos y lugares con sus palabras. Pasaron Tambor (2015), Lo Que Me Eleva (2017), Rhodesia (2018), Tambor 2 (2019) y con ellos llegó el reconocimiento de que era un MC pilar del rap colombiano y en español, dueño de una lengua que puede ser pincel para hacer acuarelas o machete para abrirse paso entre la jungla del panorama local con ideas contundentes. Y aún así, con una carrera sólida y decenas de canciones en su repertorio y nuestros oídos, él siente Verdor como un gran debut, su primer álbum con todas las letras y tildes, que podría resumirse de muchas formas, por ejemplo, como la puesta en sonido y movimiento de esa foto añeja de su madre.

Además de la portada, la atmósfera, el ritmo y el son de Verdor indican que viene de una época anterior. Suena cálido y análogo, más de los 70 que de los 2020, como si fueran los tiempos de The Last Poets, Fela Kuti, Pharoah Sanders, Milton Nascimento, Elis Regina, Caetano Veloso y María Bethania. Con esa atmósfera maderosa de hace cincuenta años, Hardem en Verdor se siente como el vocalista de una banda, un MC de los originales que hacían parte de un engranaje más amplio, habitante del origen del hip hop y lleno de funk, soul y músicas a los que el polvo no les quita el color.

—Yo no accedí a ese mundo que estoy pintando en Verdor más que por la música, y algunas fotos familiares. Cada beat que escogía, contadas un par de excepciones, me remiten a eso que yo llamo El Último Mundo Que Le Perteneció A Los Humanos. Los 70. Fue el último mundo que se pudo hacer con las manos. El tiempo de los profetas: Bob Marley, La Fania, James Brown, Zaire 74 y el mismo Alí. Fela Kuti. La forma en que se hacía la música y todo lo demás daba la sensación de que el mundo era posible y alcanzable con las manos. Por más que la violencia, la pobreza y la hambruna fueran crudas, el mundo se sentía alcanzable. Después de la automatización, eso ya no es tan chimba. Pero ese mundo aun existe en nuestro país: en Quibdó, el Golfo del Urabá, Acandí u otros lugares en el campo, es como “Jueputa, es posible el mundo con las manos”. Ese mundo con las manos está en ese rasgo estético de la música. Volver a lo básico en este momento tan hipertodo, un encuentro con ese mundo que le pertenece a la humanidad.

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La cantante estadounidense de neosoul Erykah Badu decía que ninguna de las cosas que uno haga, llámense hijos o música, le pertenecen: uno es apenas un vehículo de algo que no comprende plenamente. En Verdor, N. Hardem trabaja para ser el mejor vehículo posible del torrente de inspiración que lo ilumina. Es un álbum grande que contiene la hermosura y el reconocimiento de las cosas básicas, de lo que solía dar por sentado, como vivir en Colombia, ser de Colombia, poder hacer rap desde Colombia.

A lo largo y ancho del álbum se siente el brillo del verdor. Es evidente desde los títulos de las canciones: “Volcán” y “Cantil”, por ejemplo, palabras que son más que palabras, como premoniciones. En el disco hay pasajes que se sienten como momentos de reconocimiento de la vida, como si la magia de sentirla por primera vez fuera eterna. En “Volcán” rapea: Supimos que era miel por su espesura / Que era miel aunque era oscura / Si la vieron o probaron de esa hierba / O amarraron con sus piernas, era un Gólgota / Allí mismo donde resurgieron / Le llamaron “volcán”. Estas líneas se antojan como pertenecientes al Jardín del Edén, en un momento sostenido de descubrimiento de ecosistemas y palabras del principio de los principios.

En Verdor late un corazón de territorialidad, familia y mestizaje, con venas que se extienden hacia las costas del Pacífico colombiano, hacia el Chocó y la ascendencia de Pina Sánchez y de Hardem. Bruca maniguá, ma negga / Amira Waldo va pa’ Neguá, los veo a leguas, ecuá / Totean mis temas desde un Cerwin Vega en Bocas / Evocando las mejores épocas // Para cogé guacuco y sábalo la choca e’ / Como en “Mentes en el Aire” los veo caé / De calles feas a casas grandes / No hay plata, plátano, coco y manteca pa’ los cantantes // Quícharo y almirajó, quítate tu pa’ ponerme yo / No diste para ficha, eres admirador / Ya saben cómo me llamo río arriba y río abajo / Pero yo tranquilito como Gualajo, rapea en “Apolo”. En cada golpe sonoro se siente a Hardem reconociéndose, haciendo uso del lenguaje que identifica su tradición más que en discos anteriores, construyendo un universo para acoger a esa parte de sí mismo.

— Mi relación con esa parte de la familia siempre ha sido cercana. En Chocó recibí los años nuevos en 2018 y 2019; el primero, en Acandí y el Golfo del Urabá; el segundo, en Quibdó. Fueron momentos bien lindos para volverme a encontrar con eso que es lo natural, pero ahora a partir de lo más inmediato: la sangre, la genética, la familiaridad, el arraigo. Surgió yendo, y también escuchándome y escuchando la riqueza de donde proviene mi familia también. Estaban la referencia a mi primo Saulo Sánchez, a mi hermano, y alguna cosa más. Pero ya pude abordarlo más personalmente. No solo con citas, sino cómo yo represento esto directamente y haciéndolo rap (la referencia, la rima, el egotrip). Es identidad para mi música, sin tener que ser explícitamente algo, sino todo eso. Todo eso puesto aquí en Bogotá haciendo rap en el 2020. Como en Verdor hay Gil Scott-Heron o como hay Roberta Flack, también hay Niche, chirimía del Pacífico y bullerengue.

Al abrirse hacia Chocó, la brisa marina, el sonido del río y el verdor de la selva, Hardem buscó su voz. ¿Cómo podían convivir todos los elementos que lo conformaban? ¿De qué forma podía articular todas sus referencias? ¿Era posible pasar de moldes previos a la creación de algo nuevo y propio? Así como en la acuarela Bright-Eyed-Fancy de William Blake, el rapero de veintisiete años es bañado por un torrente creativo en Verdor. Se puede llamar a ese torrente de muchas formas, y una de esas es Khidr. Los sufíes lo recuerdan como un hombre con una túnica verde que ayudó a los profetas a liberar sus lenguas. Era el del verdor, que susurraba inspiración en forma de intuición. Ya había guiado a Moisés en un tiempo pretérito, con sus atributos: de musa y madre tierra.

Siento la libertad de hablar de todo, con una sensación de riqueza en la lengua que no había sentido antes, si bien eso había estado en mí y en el rap que hago. Ahora siento tengo más libertad para hablar acerca de lo que fuera ubicado en este universo que plantea el disco: mucha tierra, mucha carne, muchos aromas, mucho arraigo, mucho mineral y muchas cosas sencillas".

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Khidr lo llevó a sus raíces, o sea a su madre. Pina Sánchez representa los valores de Verdor: el rebusque, el quehacer cotidiano, la sencillez y un fino gusto cromático; también es la herencia y el arraigo. Ella dicta el ritmo de la familia, es las manos de los Martínez Sánchez, y a ella está dedicado el álbum. Mientras Lo Que Me Eleva, Cine Negro y los Tambor—trabajos previos de Hardem— se inclinan hacia su padre, el concepto, Verdor es la madre: el instinto.

II


Stephen Nachmanovitch, violinista y autor de Free Play: la improvisación en la vida y en el arte, define la improvisación como la intuición en acción. “Los chorros de intuición consisten en un rápido flujo de elección, elección, elección. Cuando improvisamos con toda el alma, navegando por esa corriente, las elecciones y las imágenes se abren entre sí con tanta rapidez que no tenemos tiempo de asustarnos ni de retroceder ante lo que la intuición nos dice”, escribe Nachmanovitch. “Free Play” fue la primera canción que Hardem hizo para Verdor, y la que lo guio para manufacturar el resto del álbum. Así aprendió a improvisar como quien va de viaje y se baja en una estación de tren sin más herramientas que su equipaje para interrogar a su entorno.

Dicen que los procesos creativos pasan de la imitación a la emulación y llegan, finalmente, a la innovación. En Verdor es la primera vez que Hardem se siente lo suficientemente libre como para proponer, para innovar. De su trabajo previo aprovechó la experiencia y la práctica: no sería posible encontrar su voz sin diez años de rap previos. Ya en Verdor pudo abrazar su visión y ser original, un mandamiento del hip hop. Supo palpar su capacidad y enfocarse, tanto para hacer cada una de las canciones como para pensar cómo sería el concierto o que después quiere hacer un disco de afrobeat.

N. Hardem
Juan José Ortiz-Arenas

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Él describe nuestra sociedad como una que es antitodo, antitranquilidad. Para encontrar su voz, entonces, tuvo que tranquilizarse, aun si la lucha y el rebusque diario no cesaron. Se dio el tiempo necesario y peleó menos. Aceptó lo que antes lo incomodaba o avergonzaba. Fue necesario desvestirse y quitarse de encima las falsas estructuras, como las llama Amiri Baraka: como decir “Soy el más rapero” y creérselo a partir de un disfraz que le permitía encajar. Se reconcilió consigo mismo, y por eso, luego de hacer Verdor, se siente mejor persona, músico y rapero.

— Para encontrar mi voz y deshacerme de esas estructuras invisibles, me reconcilié con mis formas de entregar amor. Soy una persona permanentemente solitaria y melancólica. Yo pensaba que eso estaba mal. Yo disfruto mi soledad, la atesoro: y eso es lo que le dice a uno el genio, la intuición pura. “Si te sientes bien con la soledad, ¿qué pedo con eso?”. Pero llegaba el día en que era como “Marica, ¿yo por qué siempre quiero estar solo? ¿Por qué me cuesta socializar? ¿Por qué mantengo tan triste? ¿Por qué soy tan amargado?”. Pero mi interés con eso no es hacerme daño ni hacerle daño a nadie. Comprendí que son formas de entregar amor; la misericordia, la compasión. Esas dos cosas no tienen otro rostro que no sea solitario y melancólico. Son formas hermosas de entregar. Está bien no encajar perfectamente en el modelo. Uno se distrae mucho y más con atención. Tengo la atención y quiero pretender ser todo lo que la atención quiere que yo sea, pero me voy a terminar enloqueciendo. El proceso de este disco me permitió olvidarme de la atención y ponerla muy tranquilamente en cada pedacito del proceso, entregarme tranquilamente a la música. Porque no la estaba buscando, solo estar tranquilo, reconciliarme y hacer una cosa que se sintiera bien para mí.

Para encontrar mi voz y deshacerme de esas estructuras invisibles, me reconcilié con mis formas de entregar amor".

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Desde que empezó a rapear, las canciones de Hardem se han hecho progresivamente más abstractas. En la época de la satisfacción inmediata, sus líneas exigen paciencia: recompensan al que se fija con atención, y al que vuelve una y otra vez para ir erosionando la roca. Este proceso se cristalizó en Verdor. Al encontrar su voz, Hardem también encontró un rango más amplio, nuevos terrenos para recorrer cabalgando su pluma. Hamacarme en Los Estoraques, brindar con chicha / O con sake después del shiitake, rapea en “Zaire 74”, y este es solo un ejemplo del lenguaje poético que caracteriza este álbum.

— Es un poco el asunto de que viene Khidr a liberar las lenguas de los profetas. Me da la posibilidad de abarcar mucho más; en este caso de Verdor, que es el orbe, todo. Siento la libertad de hablar de todo, con una sensación de riqueza en la lengua que no había sentido antes, si bien eso había estado en mí y en el rap que hago. Ahora siento tengo más libertad para hablar acerca de lo que fuera ubicado en este universo que plantea el disco: mucha tierra, mucha carne, muchos aromas, mucho arraigo, mucho mineral y muchas cosas sencillas. Partículas sencillas de cosas que siempre están ahí a la mano pero que uno da por sentado por tener el rap más sofisticado o por aparentar demasiado, en mi caso.

Hardem, para hablar de su lenguaje, también habla de un rebulú, como en las Fiestas de San Pacho, Quibdó. El caos vibrante es aparente en cada comparsa, pero hay una estructura que hace que cientos de personas se muevan guiadas por un mismo compás. Hay libertad en el movimiento, pero unidad en el propósito. La banda sonora de ese carnaval podría ser “Apolo”. Al final de esta canción Hardem anuncia su llegada: Negra, apresúrate para suturar / Parió la luna, y parió al mejor juglar. Sí, el mejor juglar: “Eso es ser el vehículo más fino con mi herramienta: la palabra y el ritmo. Ser el vehículo por el que todo eso que está afuera y quiero alcanzar sucede”, explica.

III


O contribuyes o te callas. No hay más opciones, elige una. Lo dice Gil Scott-Heron para abrir Verdor. Con todo lo que hay por hacer, ¿por qué te quejarías? Cierra la boca si no vas a ayudar. La declaración era certera en Chicago en los 70 y lo sigue siendo en Bogotá en el 2020. Con esa mentalidad entra Hardem. Es el primer capítulo del disco, que presenta el concierto con “Primera Fila”.

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— El disco va a dar para que se quejen, como “¿Qué es esta mierda? Esto no es rap”. Entonces haz algo al respecto, güevón. Pero es conciliador también: “Esta es mi postura, si crees que no es así pues haz algo al respecto. Para eso estamos”. Hay que hacer mierdas. Es lo que pasaba en esa fértil época de los 60 y 70: había la posibilidad de hacerlo todo. Lo dice Frank Zappa en esas entrevistas, que se encerraban los hippies en un estudio cualquiera y de ahí podía salir para prensar un disco. No había tantas excusas. Y entro en eso con este disco: “Yo hago lo que se me da la puta gana”.

Scott-Heron abre “Primera Fila” y también la cierra. ¿Cómo sabes cómo te ves? Podrías mirarte al espejo, pero no basta. Él dice que lo que te cuenta cómo te ves son las caras de las otras personas cuando hablas, las sonrisas que desnudan cuando les enseñas una canción: regalos para compartir. Hardem, que por mucho tiempo no tuvo un espejo en su casa, busca ese impacto. Así como lo hicieron los que lo inspiraron a él, quiere tocar a uno de cada mil y darle una herramienta para la vida. A pasos gigantes, no agigantados, es distinto, inicia en “Primera Fila”. Así son sus ciclos, en los que avanza con las botas de las siete leguas. Sus pasos son gigantes porque tiene piernas largas y porque están fundamentados, tienen peso. No son postureos del que se la cree y se agiganta, sino los Giant Steps de Coltrane.

Scott-Heron fue un MC antes de la existencia formal del rap y el hip hop. Bueno, más que un MC: por piezas como “The revolution will not be televised” (1970) es considerado como el padrino del rap. A través del bricolaje integró el blues, jazz, soul, funk y el spoken word para escupir diamantes sangrientos forjados por la ira y la dignidad así como por una sensibilidad aguda para capturar el sentimiento de su época. Hardem es un MC en el sentido más rapero de la palabra, pero también en el sentido de Scott-Heron. Se apoya en los principios que erigieron al rap y así encuentra su propósito como artista. En “Shajtar Donetsk”, un sencillo de 2020 que no hace parte de Verdor, se declara un campeón en un país en guerra. A ese país en guerra le rapea y redirecciona los nutrientes de la luz de la que se alimenta.

En los Estados Unidos de 1972, Vietnam y las luchas por los derechos civiles marcaban el panorama. En ese ambiente revuelto, Eddie Palmieri y su orquesta Harlem River Drive se presentaron en la cárcel de Sing Sing, en Ossining, Nueva York. Esta orquesta era la predilecta de latinos y negros, que eran las poblaciones que componían la mayoría en la prisión. La explosión rítmica que llegó fue grabada y presentada en Eddie Palmieri Recorded Live at Sing Sing, que captura ese frenesí que explotó de la comunicación entre los músicos y la audiencia de aquella noche. Así que cuando Joe Gaines, director de uno de los programas radiales de salsa más importantes del momento, se presentó como el MC de la noche, le estaba hablando a una comunidad en guerra.

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Y es a Joe Gaines al que Hardem invita, a través de la interpolación, a presentar su entrada en “Apolo”. Con el público enardecido, Hardem sueña con tocar en el Apollo Theater de Nueva York, y con tocar ese pedazo de madera del camerino, el tótem que han palpado todos los que se han presentado ahí. Hardem quisiera llegar con su hermano y hacer un concierto doble de salsa y rap. Eso es “Apolo”: una celebración de quién es, de lo que constituye y eleva desde el sur y el norte. Se traza el eje Quibdó-Bogotá-Nueva York para marcar un centro desde donde piensa el mundo y los espacios que lo alimentan. El drumless latino de El Arkeólogo ambienta escenas que podrían ser de una película de Spike Lee, con juegos de dados en los porches de Brooklyn, tanto como partidas de dominó en la costa colombiana de la familia de Hardem. “Apolo” es la mezcla perfecta de sus influencias.

Con este primer capítulo y el cambio de color hacia algo más ácido con “Free Play”, la estructura ya conocida le abre paso a un primer intento de propuesta novedosa.

IV


If you wanna dive / If you wanna swim / If you wanna sink / I could let you drown // If you wanna try / If you wanna fly / If you wanna feel / We can make it out. Briela Ojeda canta en “Volcán”, el inicio del segundo capítulo y le plantea a Hardem una disyuntiva: ¿va a ahogarse o va a volar? Ella canta por más de un minuto y él no aparece. Y cuando entra, se siente el peso de la decisión que está tomando, como una foto profunda de sus dudas, de su historia de ser su propio enemigo. “He sido más fanático de la duda y el autosabotaje, pero he encontrado en este proceso posibilidades de hacer cosas maravillosas únicamente decidiendo o dejando de estorbar a la magia y al verdor”, afirma. Todo esto es plasmado sobre un sample de una película de Miyazaki, suena a soul japonés, de una escena en la que billetes falsos vuelan por el aire.

N.  Hardem
Juan José Ortiz-Arenas

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En el segundo capítulo —compuesto por “Volcán”, “Cantil” y “Na Su Zisi”— él se baña en la reconciliación, en el amor propio, en el amor a su familia y a su hija. Se sumerge en lagunas selváticas para encontrar sus raíces. Entró pisando duro, pero luego duda de sus pasos, de si son suficientes. Las tres canciones del segundo capítulo, la parte más dulce de Verdor, son el escenario en el que encuentra tranquilidad y hace las paces consigo mismo, recibe y entrega libremente. Pero la libertad que él busca se consigue luchando, es una conquista, por lo que él no pierde el filo. En “Cantil”, sobre un beat de Alma de la Selva que suena a jungla húmeda, rapea No voy a colaborar, voy a soltar los clavos / Míos y de los demás esclavos. La respuesta la canta su hermano en el coro: todo se resume en que queremos aire puro para respirar.

Desde la conquista de la libertad se puede abrazar el amor supremo. En este caso, Hardem lo encuentra en Irene, su hija, a la que le hace una carta de amor en “Na Su Zisi”. Todo lo que podía darle en palabras está en ese track. “La empecé a escribir en un momento jodido. Normalmente no la puedo ver mucho. Es una carta de amor a mi hija: el consejo de un padre joven y las reflexiones de cuánto y cómo la amo”, explica. Así se reconcilia con la realidad de ser padre, un proceso que le ha costado asumir y entender y en el que aprende cada día para hacerlo lo mejor posible. De fondo suena el beat de Ruzto como un arrullo soleado, y un coro conjunto con Lianna que recuerda que todo es amor cuando él ve la vida que su hija está viviendo. Se compromete a volver cada vez más, a estar presente: Solo quiero regresar ahora, empezar la historia / Aterrizar y enderezar la trayectoria.

V


Reconciliación, estar bien con su familia, agradecer a los que le han dado la mano y de comer. Con “Zaire 74”, el inicio del tercer capítulo de Verdor recoge el final del segundo: la posibilidad de sanar a través del amor. El beat de AvenRec —que en un principio era uno solo con el de “Primera Fila”— marca una transición hacia una atmósfera que Hardem quiso hacer más cercana de los códigos raperos. Es tan contundente como la imagen que propone al compararse con Basquiat, ambos cabalgando la muerte. Añora el 74 en Zaire, la Fania y la pelea entre Ali y Foreman; añora tantas cosas, que ya fueron o que vendrán: Brisas oceánicas, hornear sin prisa la cerámica / Asolearnos en la península balcánica / Que las cuentas sean matemática elemental / Llegar vivos al documental.

Mientras añora la tranquilidad, da cuenta del sufrimiento que hay a su alrededor: No logro relajarme ni dejar de alarmarme / Pagaron igualitico a Pac, Biggie y a Jaime / I was chillin’, feelin’ irie hasta que me faltó el aire / Cerca de armas y los males de la carne. Es su forma de hacer blues, expresión negra, pero a la orilla del Magdalena, por donde suben y bajan sus viajes y los de su familia, en vez del Mississippi. Desde ahí denuncia: Antes que el karma se acerque, huela se acuerde y te muerda / O te arrastre sin fuerza el guardia tras la compuerta / Te maten lentamente en esta como a Roberta / O te maten como a gente honesta en esta tragedia.

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Se siente como una referencia al asesinato de Javier Ordóñez en Bogotá en septiembre de 2020 cometido por la policía, o un comentario sobre esos días de terror estatal. Pero son ciclos que el arte ha retratado varias veces precisamente porque persisten en distintos hemisferios y décadas. Persépolis: Teherán en los 80; La Haine: París en los 90; Verdor: Bogotá en 2020 y lo que viene. Para Hardem, “Ese es el universo que plantea “Zaire 74”: el espectáculo en un mundo hecho mierda; quizás a modo de compensación, como dice Amiri Baraka. Es un mundo con situaciones gonorreas, pero existen el jazz, la música, el cine. Y bueno, el amor y las madres”.

“Zaire 74” termina con Hardem en un avión. Desde lo alto transita a “Virgo”, la canción más grande del álbum, tanto así que se iba a llamar “Tíbet”. El beat de El Arkeólogo (que, como Gambeta, también rapea en la canción) suena a película de blaxploitation y hace que Hardem abarque tanto como sus largos brazos se lo permiten. Se siente como un titán desde la cima rapeando su espíritu. Este capítulo de grandeza es el momento de mayor seguridad de Hardem en el recorrido que es Verdor. Con el pecho henchido, la mirada desafiante y los tenis limpios irrumpe en “Azúcar”, que suena al ajetreo de una compraventa de usados en la capital colombiana, quizás mientras anochece, en el que se rebusca la vida un día sí y el otro también. Hardem es paciente mientras pule su propósito: No tengo afán de venderlo, sé cuánto vale, yo lo arreglo / Lo remiendo, lo vendo bien / Moliendo aguas, raspando vientos / Pasando entuertos, arreando ratas, sobreviviendo.

— Ya mostré de lo que soy capaz y me entregué tan juicioso a la tarea que no tengo que sacar un disco ni una canción para pegar. Lo que ya he hecho me da el sustento y la credibilidad para hacer lo que me dé la puta gana desde mi comodidad. La gente también responde así, ¿pa’ qué hablamos mierda? Como hice Cine Negro, hice Rhodesia en otro momento. A la gente no le extraña. Puedo quedarme un día tranquilamente sentado a ver si llueve o no, pensando en cómo ser mejor.

En el primer capítulo de Verdor, Hardem se deshace de las estructuras impuestas y de la competición propulsada por certezas ajenas. Cuando la competición vuelve en “Azúcar” es como resultado de la exploración que ha hecho hasta esta parte del disco, una que lo hace más seguro de quién es y de su valor. Reafirma lo que había dicho al inicio, que no se quita y va a ver la película en primera fila. Pero ya hay más espacio para la contradicción y la dualidad, para estar en la cima cuando abre un concierto de Alcolirykoz en el Teatro Jorge Eliécer Gaitán frente a 2.000 personas y, al otro día, tener que resolver de nuevo qué va a desayunar.

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— Estoy en ambos lados todo el tiempo. He logrado algo con esto que he hecho, pero también siento que, jueputa, el trabajo cada vez se recrudece y afuera la cosa está más dura. Seguimos en la calle y arriesgando el pescuezo todos los días. Es como el zapatero o el sastre o el compraventero. Esa dualidad se ve en mi familia: en mi tío cocinero que la tiene que sudar re gruesa trabajando en lo que sea, hustleando, cambiando y acarreando cosas y que cuando llega el 31 de diciembre coge una olla y es un percusionista el hijueputa. Es como “Yo la sufro, pero quítate tú pa ponerme yo, porque esto soy yo también y atrápame si puedes”. Es un homenaje también para los campesinos que cantan vallenatos, para las estrellas de fútbol del barrio y padres que son héroes para sus hijos. Como el azúcar, con el sudor de la frente pero estamos gozando.

VI


De calles feas a casas grandes, y otra vez a calles feas y de ahí a casas grandes. Así avanza el ciclo. “Azúcar” termina con la euforia del concierto, uno que Hardem dio en el Teatro Colón en Bogotá en 2019, y el último capítulo del disco lo devuelve al blues. Queda lo que es puramente él en el día a día, sin las gafas de sol y el collar de conchas que lo escudan en el escenario. Quedan sus formas de dar amor y de sentir dolor, de hacer algo por sus amigos y su familia y entregárselo en forma de música. Queda la recta final de Verdor.

“Este mundo de mierda nos convierte en instrumentos y nos escupe. De esto se trata el último capítulo de Verdor”, explica Hardem. Y siguiendo el ritmo de los golpes y las palabras de Amiri Baraka cuando recitó “I Am” en 1994 empieza “Quest”, la búsqueda por la humanidad de la que hablaba el poeta. El beat es del propio Hardem y suena a las calles de una Bogotá cruda, lluviosa e inclemente, guiado por una guitarra que parece que llorara. La canción es un homenaje al hustle, a lo que sigue después de los episodios de gloria así como la vida sigue y no lo espera.

La dualidad entre los conciertos gloriosos y el día a día es la que existe entre N. Hardem y Nelson Enrique Martínez. Y en “Quest”, Hardem parece convencer a Nelson del poder que tiene: Anda con quien te va a definir / Cuando el hambre toca la puerta, y el amor entra en déficit / Prueba aunque sea difícil resistir / Piensa bien cómo vestir para seducir a tu séquito / Los atraigo como metales preciosos al imán / Como jeque talibán al talismán. Es elegante en sus metáforas, se mueve con garbo mientras se persuade a sí mismo de la altura de su misión. Por eso mismo, antes del coro marca un cisma con todas las distracciones que le jalan la chaqueta esperando que caigan monedas.

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La segunda estrofa de “Quest” aborda la deshumanización de la que hablaba Baraka: muestra las tribulaciones que obstaculizan la búsqueda, los espejismos que parecen atajos pero que distorsionan el camino. Esquivo a la peste, despido a la fiebre / Así fácil como cuando vecinos se vuelven liebres (…) Celebramos el luto, elevamos el cupo / Nos dejamos y descerebramos por un celuco. En la carrera por la supervivencia hay seres que caen y se amontonan, cuerpos que la máquina devora y tritura sin chistar. El último capítulo de Verdor puede leerse como una elegía, iluminada por la tensión que plantea “I Am”, de estas personas. Y en “Quest”, Hardem recuerda a tres en particular, real players que ya no están en la cancha ni en la banca pero iluminan a distancia, que ya no es tanta: Jesús David, Miguel Ángel y Juanca.

—Jesús David fue un gran amigo mío, un capo del skate. Con él pasé cosas muy lindas, fue de las primeras personas con las que me aventuré a pintar en la calle. Murió en un accidente de carro el día de su cumpleaños hace cinco años. Lloré esa muerte intensamente, murió una parte de mí de esa época con él. Miguel Ángel era Inger. Fue una referencia fundamental para el graffiti y mi forma de leer la ciudad. Lo admiro mucho. Recuerdo su constancia y su lucha con la enfermedad las últimas veces que lo vi. Juanca era UnderRadio. Son tres personas que fueron importantes en tres momentos fundamentales de mi vida: mi adolescencia, el graffiti y el rap. Y ya no están. La canción es para ellos, que llegaron al camino y fortalecieron la búsqueda. Sobre eso es la canción.

El último tramo de Verdor toma forma de niño, empezando por “Inmune”. Hardem empezó a escribirla cuando se encontró con Camilo, uno de los amigos con los que comenzó a rapear, que ahora vive en la calle. Que me perdone tu madre, no saldré a buscarte más tarde / Sonriendo sigues viéndote hermoso / Me bebí el criterio en hemisferios borrosos / El dolor no se me va ni en los misterios gozosos. En la segunda parte, considera todo lo que ha avanzado así como todo lo que ha perdido, si ambas dinámicas se relacionan y si el resultado final vale la pena: ¿Cuán lejos hemos ido? / No quiero ver el bodegón si tengo que ver el grupo reducido. Así le da paso a una suerte de coro cortado por las manos de AvenRec, que suena a blues campesino, como toda la canción. “Friendship”, canta una voz que se extiende en la instrumental.

Y entonces llega “Hannya”, la última canción, un arrullo quibdoseño para un niño que está muriendo, alguien que podría haber sido Camilo o tantos otros millones de infantes colombianos. Saquen a los niños al parque y que merquen / Se hacen los muertos o se hacen más fuertes / ¿Me entiendes? // Que no son vegetales, no maduran / Con ese papel en el que me los envuelven / Ya no veo tantos, los arrojaron / A los hombres o a los peces, ¿eh?

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—Cuando vi a Camilo ese primer día me dio muy duro. Hablamos un momentico, pero fue muy raro. La segunda vez que lo vi estaba con Irene, veníamos para el estudio. Nos encontramos frente a la Toledo, en la 45 con 24, y me dio más duro. Compramos unos sancochitos en Apolonia, lo invité a almorzar. Fue super raro. En un momento me eché a llorar sin que importara nada. Y él me preguntó “Marica, ¿por qué está llorando?”. Y yo como “Perro, porque pienso que usted puede estar mejor”. Y él estaba en su cinta. El Duende, como le dicen, parece que es esquizofrénico. Y luego me lo encontré el día de mi cumpleaños en La Candelaria y me dijo que se había escapado de un psiquiátrico, que lo habían intentado coger no sé dónde, que estaba moviendo no sé qué. Y estaba feliz de vivir en la calle. Es inmune. La gente que vive cosas gonorreas tiene ese callo.

Antes de acabar, “Hannya” aterriza el punto de vista a su historia personal. Los Hannya son demonios del teatro japonés que representan a una mujer celosa o a los celos en sí mismos. Es su parte más oscura, admite, por el dolor que le causa lo que observa y lo que vive. Así como son primos el hambre y el ingenio, rapea, sus últimos cinco años son testigos del vínculo que une al Hannya con el genio dentro de él, y ambas partes son las que estructuran Verdor. Lo que lo aqueja es expuesto a partir de ellas. Y aun así, como en la portada, la fiesta sigue, la gente bebe y baila y el disco acaba. Al otro día la vida también sigue, para bien y para mal.

En “Palabras”, Amiri Baraka escribe sobre el principio del verano en Harlem, cómo el viejo mundo se derrumbó a su alrededor, y las calles que a veces lo llaman cuando camina por ellas. Embotellado, piensa en la rareza de sus gestos, en la atención que recibe, en quién lo recordará, en que ese día es igual al anterior, en que el propósito que es él quizás nunca se realice. “Palabras” ha sido una constante en la vida de Hardem desde que lo conoció hacia 2015, por la época en que tuvo un accidente que afectó su cerebro. Él también se preguntaba quién era. Buscaba su lenguaje propio. Y al crear Verdorentendió la respuesta, a través del instinto, de la improvisación por la que se dejó guiar y lo llevó hasta la orilla del álbum. La respuesta lo estaba esperando con la creación del disco y en el último párrafo de “Palabras”, o quizás llegó gracias a la intuición que le legaron Khidr y su madre: es tratar de ser felices sin que nadie joda, es poder quedarse quietos y pensar y amar el silencio, es mirar más de cerca. Es escuchar a los árboles.