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El perro en el arte, la literatura y la historia: una mirada cultural en el Día Mundial del Perro

El 21 de julio no solo se celebra a un animal de compañía, sino a una figura arquetípica que ha atravesado la pintura, la poesía, el mito y el sacrificio. El perro, lejos de ser un simple símbolo de ternura, ha sido testigo y protagonista de nuestras narrativas más íntimas y colectivas. Hoy, en el Día Mundial del Perro hacemos un recorrido por sus representaciones.

Día Mundial del Perro
En la imagen, de izquierda a derecha: Pablo Neruda junto a uno de sus perros; en el centro, "Hércules y Cerbero" y en la derecha un fragmento de "Las Meninas".

Aunque no fue decretado por la ONU ni responde a una conmemoración oficial, el Día Mundial del Perro —celebrado cada 21 de julio desde hace años en varios países— se ha transformado en una fecha de reconocimiento silencioso, impulsada por asociaciones protectoras y medios de comunicación, con el objetivo de crear conciencia sobre el abandono, promover la adopción y, sobre todo, subrayar el papel del perro en nuestra vida contemporánea. Pero más allá del presente inmediato, hay en el perro un arquetipo que se ha colado con sigilo en las manifestaciones más elevadas del arte y el pensamiento.

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En la mitología griega, Cerbero, el can de tres cabezas que custodiaba las puertas del Hades, ya revelaba una intuición cultural sobre el perro como guardián del umbral, del tránsito entre mundos. No es casual que en múltiples culturas el perro haya sido el guía del más allá: para los mexicas, por ejemplo, el xoloitzcuintle acompañaba al alma del difunto en su viaje al Mictlán. En ambos casos, el perro no representa tanto la compañía, sino el acceso a otro orden, un puente simbólico entre la vida y la muerte, lo salvaje y lo humano.

Hércules y Cerbero
La pintura "Hércules y Cerbero" es un óleo sobre lienzo realizado por Peter Paul Rubens en 1636. Actualmente se encuentra en la colección del Museo del Prado en Madrid, España.

En la pintura, la figura del perro ha sido una presencia constante, muchas veces sutil. En los retratos de las cortes europeas del siglo XVI y XVII, los perros aparecían como extensiones del carácter del retratado: símbolo de lealtad, sí, pero también de poder y domesticación. Diego Velázquez, en Las meninas, lo deja al borde inferior del cuadro, recostado y silencioso, como un centinela contemplativo de la escena. Francisco de Goya, en cambio, le concede al perro una dimensión más inquietante en su pintura El perro semihundido, donde el animal parece a punto de ser tragado por la materia pictórica, apenas un gesto de angustia o sumisión. En esa obra, el perro deja de ser un adorno de caza para convertirse en un espejo de la vulnerabilidad humana.

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Los poetas también han invocado a los perros no como alegorías amables, sino como detonantes de pensamiento. Jorge Luis Borges, en su célebre “El otro tigre”, reconoce que el animal que persigue en su poema no es el de carne y hueso, sino el que ha sido nombrado por otros. Lo mismo podría decirse del perro: cada vez que aparece en la literatura, no es el animal, sino su doble simbólico. En su “Oda al perro”, Pablo Neruda escribe: "El perro me pregunta / y no respondo. / Salta, corre en el campo y me pregunta / sin hablar / y sus ojos / son dos / preguntas húmedas, dos llamas / líquidas que me interrogan / y no respondo, / no respondo porque / no sé, no puedo nada". Esa incomunicación no es rechazo: es respeto. El perro, como misterio paralelo, no se reduce a nuestras categorías de lenguaje.

Pablo Neruda y su perro
Pablo Neruda tuvo varios perros, entre ellos Calbuco, Cutaca, Donegal, Panda, Niebla, Chu-Tuh y Nyon.
Fundación Pablo Neruda

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En el cine, hay figuras caninas que han dejado marcas imborrables. El caso de Hachikō, el perro japonés que esperó durante años a su dueño fallecido en la estación de Shibuya, se convirtió en un símbolo nacional de lealtad, amor y duelo. Su historia inspiró una estatua, un libro, una película y un ritual social que sobrevive hoy en Japón. En el otro extremo está Laika, la perra soviética enviada al espacio en 1957. Su cuerpo murió a las pocas horas, aunque su mito sobrevivió como símbolo de la crueldad del progreso. Ambas, Laika y Hachikō, muestran que los perros son mucho más que acompañantes: son emblemas vivientes de nuestras tensiones morales y nuestros afectos más desbordados.

Incluso en la escultura contemporánea, el perro ha sido recuperado con fuerza. El artista estadounidense Jeff Koons, con su Puppy, una instalación floral gigante con forma de perro ubicada en el Museo Guggenheim de Bilbao, convierte la imagen canina en un gesto monumental, entre el kitsch y la contemplación. La pieza —que algunos ven como banal— está cargada de ironía sobre la cultura del espectáculo, pero también de una ternura que incomoda: ¿qué dice de nosotros una escultura de doce metros de altura que representa a un cachorro?

Hoy, en pleno siglo XXI, el perro sigue siendo figura liminal: parte de nuestra casa y, a la vez, memoria de la intemperie. En una era marcada por la velocidad y el desarraigo, los perros —con su silencio, su presencia incondicional y su misteriosa alteridad— nos ofrecen un ancla. No son espejos que nos devuelvan una imagen idealizada, sino presencias que nos recuerdan el cuerpo, el juego, la rutina, la muerte.

Celebrar el Día Mundial del Perro no significa caer en la cursilería, sino entender que hemos proyectado en ellos nuestra historia emocional, política y estética. El perro es cultura, incluso cuando duerme a nuestros pies. Por eso, hoy más que nunca, conviene observarlos no con indulgencia, sino con asombro. Ellos, que nos han visto pasar por siglos de imperios, miserias, guerras y caricias, merecen ser leídos como lo que son: un capítulo vivo de la historia de la humanidad.

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