Fue una tarde cuando su abuelo la sorprendió con un libro que cambió su vida para siempre: “Mujercitas”, de Louisa May Alcott. Le bastó leer dos o tres páginas para luego cerrarlo, abrazarlo con mucha fuerza y al mismo tiempo sonreír por haberse encontrado en los pasajes de aquellas protagonistas. Con cada minuto que pasaba leyendo, María José Navia quería parecerse más a Jo, la tercera de las hermanas. “Me gusta usar palabras con significado, prefiero las palabras enérgicas”: así lo dice la adolescente del libro, a la que tanto le gusta encontrar palabras nuevas para después jactarse delante de sus hermanas diciendo que sabe usarlas dependiendo de la ocasión. Navia no solo admiraba el carácter de Jo, sino que, además, adoraba el ritual que esta tenía al momento de leer: la joven llevaba una o dos manzanas para sumergirse en las historias y un pequeño ratón salía para hacerle compañía. Con “Mujercitas”, Navia entendió que narrar el día de varias personas era lo que quería lograr exactamente con su escritura. Quería lograr un ritmo que condujera al lector a su propia cotidianidad. Esta obra fue su manual de instrucciones para entender que, con el tiempo, podría describir los soplos de ansiedad, tristeza e impotencia que a diario cargamos los seres humanos.
Estudió Literatura, cursó una maestría en Humanidades y Pensamiento Social en la Universidad de Nueva York e hizo un doctorado en Estudios Culturales en Georgetown. En la actualidad, Navia es docente en la Universidad Católica de Chile. En sus horas libres siempre lleva un libro en la mano, puede ser uno de Rodrigo Fresán —quien es uno de sus autores favoritos desde hace veintidós años— o puede ser uno de Virginia Woolf. Le encanta volver a las páginas de esta escritora inglesa para recordar la importancia de las historias pequeñas y para entender nuevamente que el poder de su escritura reposa en la intimidad de las horas, en el milagro que se convierte vivir un día más. Aunque escribe entre clases y anota en agenda a toda velocidad cada vez que una frase —cual milagro— le retumba la mente, es el verano su estación sagrada para llegar al punto final de cada uno de sus libros. Mientras sus estudiantes están disfrutando de sus largas vacaciones de tres meses, ella va pensando en el transcurrir de sus personajes. Aunque su abuelo murió hace varios años, cada vez que teclea las primeras líneas de su historia lo siente cerca de ella y sostiene conversaciones infinitas con él. Ahí es cuando tacha, borra y, cual arrebato, vuelve a dejar esas palabras que puso al inicio.
Recuerdo exactamente cómo fue la tarde en que me llegó su libro “Kintsugi”. De manera imprevista sonó el timbre de la portería y bajé a toda prisa, recibí el libro y me fui a tomar café en el mismo sitio de siempre. Hilo tras hilo me sumergí en la historia de una familia que, quizá desde mucho antes de su nacimiento, ya estaba rota, cansada y agrietada por las malas decisiones que tomarían en un futuro. Sus juicios, intrepideces y valentías ya estaban escritos en el cuaderno de la vida. Carolina es médico y tiene tres hijos. Tomás es el mayor y se refugia en sus libros para no dejarse tocar por su inconforme realidad. Le sigue Sofía, que cuando era niña desfilaba por toda la casa sus vestidos de Blancanieves para olvidarse por un momento de José, su papá, quien los abandonó una tarde cualquiera, seguramente empujado por un argumento mediocre. De últimas está Eduardo, el médico de la familia, quien, pese a los vacíos y los golpes que sufrió en la escuela, quiso rodearse de las cosas bonitas de la vida. Las palabras de estas páginas no están escritas con tinta negra; no, están escritas con tintas de color oro o plata que nos hacen pensar que las cicatrices, por más grandes y dolorosas que sean, merecen ser contadas, removidas y perdonadas.
Justo el día en que este libro llegó a mis manos se cumplían apenas tres meses de mi segunda cirugía de cadera. “Hoy es el cumpleaños de su hermana. Eduardo encargó unas flores que debieran llegarle a su trabajo durante la tarde. Hace tres años que no la ve. Ella vive en Estados Unidos y no suele visitarlos con frecuencia. Dice que porque les tiene miedo a los aviones, pero Eduardo sabe que a lo que verdaderamente le tiene miedo es al lugar donde los aviones pueden llevarla”. Al terminar de leer esta parte pasé mi mano por mi cadera izquierda: sí, ahí estaba la cicatriz, no se había movido ni un solo milímetro. Me quedé un rato tocándola y sintiéndome orgullosa por primera vez de ella.
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De pronto, sentí una mirada respirándome al frente: era el señor que, al igual que yo, iba todos los días al café. Me preguntó si me sentía bien, después de todo él me había visto desfilar con bastón durante esos meses. Para no preocuparlo, asentí más de una vez. Luego de llevarme un pequeño sorbo de café a la boca, sonreí. Lo hice de forma sincera y honesta, algo que no pasaba desde hace meses. Sonreí porque comprendí que era la primera vez que acariciaba mi cicatriz. Sonreí porque por fin había encontrado un libro que me había hecho pasar por una montaña rusa llena de emociones. En esta novela los cuerpos reaccionan y, al moverse, resultan ser protagonistas de su propia historia. En la narrativa de María José Navia los pedazos rotos son realmente los que cuentan. No es necesario ocultarlos, tirarlos, ignorarlos y esconderlos. Más bien, es necesario recoger nuestros pedazos rotos y atrevernos a armarlos, a pegarlos de nuevo; es ahí donde realmente radica nuestra valentía.
Dos días después, ahondé en su más reciente libro: “Una música futura”, siete cuentos en los que se habla del cuerpo y de su reacción a los vacíos y las sensaciones que produce el diario vivir. Aquí los personajes escuchan canciones en inglés, pero mientras las tararean el mundo no se detiene, como uno pensaría; todo lo contrario, avanza a toda velocidad impulsado por los ruidos y las palpitaciones constantes de la gente. Algo que me parece interesante del libro es que los personajes logran comprender el ritmo de su propia vida escuchando la furia, el egoísmo y la soledad que habita en los otros. “A veces nuestras verdades más importantes decidimos contárselas a extraños. Apoyo la cabeza contra la madera fría del suelo y agudizo los oídos. Cierro los ojos y puedo imaginarlos a todos en círculo”. Eso dice la protagonista del cuento titulado “Cuidado”. Ella trabaja en un centro de rehabilitación para hombres y mujeres que padecen de nomofobia, son adictos a los celulares, mientras que ella, con el tiempo, se vuelve adicta a escuchar sus historias.
Algo similar ocurre en el cuento titulado “Panda”. Allí se relata la historia de una profesora que viaja a Estados Unidos para estudiar y aprender cada día más sin necesidad de pedirle nada a sus padres, porque ellos no pierden oportunidad de decirle que si se dedica a la literatura será pobre. Ella deja Chile para huir de todo, pero nadie le dice que para vivir en Estados Unidos debe estar preparada para la indiferencia, una sombra que la persigue siempre. Por las mañanas es babysitter y en la tarde cursa su doctorado; además, da clases de español y en las noches es voluntaria en un zoológico. Durante el día abre la página de Panda Watcher y observa a Nei–Nei colgándose de los árboles. Esta es la manera que encuentra para combatir la ansiedad, para olvidar tan siquiera por un segundo los comentarios que hacen sus estudiantes cuando detallan su piel; comentarios dolorosos que escucha a diario.
En general, los cuentos de “Una música futura” abordan la ausencia y la culpa con la que cargamos al terminar una amistad que pudo ser eterna, el sentimiento de debilidad y fragilidad que tenemos cuando brota una lágrima en nuestro rostro y hay testigos, la sensación de querer subirnos en el primer crucero y escapar, las veces que buscamos evadir a la persona que no nos supo amar o las veces que buscamos escapar de la ansiedad que se apodera cada vez de nuestras vidas. Pero a pesar de contar estas historias, los personajes de María José Navia se ven envueltos en susurros llenos de poesía y en abundantes soplos de ternura que nos alivian el alma.