Yo, el balón
¡De modo que otra vez va a golpearme el imbécil del bigotico! Podrá ser el capitán del equipo y el jefe de personal de la empresa, pero es un imbécil. Hace un rato, cuando insistió en cobrar el tiro libre, me dio tal patada que me mandó a los pinos. Los demás jugadores tardaron diez minutos en encontrarme. Aparecí rasguñado, húmedo y untado de barro. Ahora insiste en cobrar el penalti. Como solo falta un minuto para que termine el partido, el imbécil sabe que, si mete el gol, su equipo ganará y él será el héroe del torneo. Me produce náuseas servir de instrumento a este idiota. Y pensar que, en este mismo instante, otros balones, lejanos hermanos míos, rebotan graciosamente en la rodilla de Zidane, o vuelan en curva dirigidos por el pie derecho de Messi o celebran jubilosos un gol de cabeza de Luis Díaz…
Pero, claro, a mí me tocó la liga interempresarial de Bogotá. Chutazos con la nariz del guayo, disparos a la calle, cabezazos desviados, rebotes en las piedras del campo, naufragios en los charcos y ahora, para peor, el imbécil del bigotico, que toma distancia y se prepara para disparar el penalti.
Sostengo que los balones hemos mejorado mucho más rápida y radicalmente que los jugadores. Mis antepasados eran pelotas de crines de caballo atadas con cintas de cuero, o bolas de madera forradas de tela. Hablo de tiempos milenarios, cuando los chinos (los chinos de la China) empezaron a jugar con los pies. Eran mucho más civilizados que los británicos, por supuesto, que en el siglo X vencieron a unos invasores vikingos y disputaron algo parecido a un partido de fútbol con la cabeza del jefe perdedor. En Italia, en tiempos medievales del calcio, el primitivo fútbol, dos multitudes se enfrentaban por impulsar una vejiga inflada de un costado a otro. Tres siglos después, en 1630, los alemanes jugaban con otra vejiga llamada pallone, a la que inflaban con un aparato mecánico. Parece increíble que cuando nació el fútbol moderno, a mediados del siglo XIX, los ingleses usaban una pelota de cuero de colores con un enorme botón en el polo, y que seguían usando ese mismo adminículo 70 años después. Se asemejaba a un balón medicinal. Distaba de nosotros, los balones modernos, más que lo que separa al mono maicero de Albert Einstein.
Hacia los años veinte, hace ya un siglo, surgió el balón de cuero con amarradijo de cordón, capaz de marcar una cicatriz indeleble en los cabeceadores. El de pitorro, que servía para inflar el globo de caucho dentro del casco, se consideró en 1940 un gran avance. Pero solo a partir de los años cincuenta se fabricó la primera superbola, Yo, el balón nuestra más cercana tatarabuela, que se inflaba mediante una pequeña válvula, como hoy. Eran aún los tiempos del cuero, cuando un esférico mojado aumentaba tres veces su peso y podía hundirle una costilla al portero. Se necesitaba músculo para impulsarlo. El imbécil del bigotico, por ejemplo, que en este mismo instante se santigua —como si Santa Rita hubiera sido futbolista— se habría roto el peroné al hacer contacto con un balón de cuero empapado.
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Dice el reglamento que debemos pesar entre 410 y 450 gramos, tener una circunferencia inferior a 71 centímetros y superior a 68 y ofrecer una presión de entre 0,6 y 1,1 atmósferas al nivel del mar. Repito: eso dice el reglamento. Pero en partidos callejeros, torneos de barrio y campeonatos como este al que me ha tocado asistir he visto toda clase de esferas caricaturescas: desinfladas, agraviadas por chichones, con cortadas dignas de Juan Charrasqueado, ovaladas como un melón, deformes como una papaya, duras como una piedra, fofas como un oso de felpa. Las medidas exquisitas — aquello de que no debe rebotar más de 65 centímetros si se lanza desde una altura de dos metros a un suelo de madera— rigen para los balones de Copa Mundo: el Telstar, que exhibió pentágonos negros en México-70; el Tango de 32 casquetes, estrenado en Argentina-78; el Azteca, de México-86, primer balón completamente sintético e impermeable; el Questra, de Estados Unidos-94, elaborado en poliuretano y otros cuatro materiales; el Tricolore, de Francia-98, que es, a mi juicio, el esférico más veloz que ha existido: los defensas lo odiaban y los delanteros se sentían Superman. Y no sigo porque me infla la pereza.
Pero, repito, esos son los balones elitistas. Nosotros, los del montón, cumplimos menos requisitos. Aun así, yo, con todos mis defectos, soy más balón de lo que puede ser futbolista el tonto del bigotico, el jefe de personal. Él no entiende que nosotros somos los protagonistas de este juego, que sin nosotros no hay partido, que no se trata de reventarnos a patadas, sino de acariciarnos con el pie, como lo hacía Garrincha; de convertirnos de pronto en una maravillosa pompa de jabón, como lo conseguía Pelé cuando le hacía el sombrerito a un rival; o incluso transformarnos en un balazo sólido y certero, como los que disparaba Koeman.
Mala suerte la mía. A mí me tocó aguantar la torpeza de jugadores burdos, como el idiota del bigotico, que ya viene en carrera a cobrar el penalti y me da un golpe de puntazo y allá voy otra vez, ¡mierda!, derecho a los putos pinos…
El escritor estará presente el próximo martes 22 de noviembre en la Biblioteca del Gimnasio Moderno de Bogotá (Cra. 9 # 74 -99) junto a Gabriel Iriarte a las 7:00 p.m. haciendo el lanzamiento oficial de su libro "La noche que humillaron a mi padre... y otros golpes de humor". Para más información puede consultar las redes de Penguin Random Colombia.