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Occidente y la censura del arte y la cultura rusa

En este último capítulo de este especial nos enfocaremos en las consecuencias que ha tenido la cancelación cultural rusa en el mundo, en cómo han emergido discursos rusofóbicos con base en esta cancelación comprenderemos cómo una universidad milanesa o un grupo de vecinos en Londres, Nueva York o París que quieren cancelar a Dostoievski o derrumbar a Pushkin de sus parques o avenidas terminan siendo origen y a la vez consecuencia de las herramientas que Occidente ha usado para apaciguar a Putin y aislarlo del mundo, para responder a una pregunta final que seguramente nos deje sorprendidos a todos: ¿Occidente desea extinguir la cultura rusa del mundo?

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Cancelar a Dostoievski, a Tchaikovski y al deporte ruso no van a detener la guerra porque al final la guerra finalizará en el escenario diplomático y geopolítico, pero el objetivo que Occidente se ha puesto está claro y se ha puesto en marcha: el germen de un cambio social en la Rusia aislada se ha colocado.
Nicolás Cáceres - HJCK

Habíamos quedado en dos puntos fundamentales en las últimas dos transmisiones: el primero tenía que ver con explicar que la cancelación a la que se ha visto sometida la cultura rusa se explicaba en tanto era la manera como se estaba construyendo un relato en Occidente de quiénes eran “los amigos” y quiénes “los enemigos” en la guerra, además de justificar todo el paquete de medidas que las grandes potencias han tomado contra Rusia para obligarla a renunciar a sus pretensiones y de compartir este discurso con el público mundial tanto para reforzar la sensación de aislamiento como también como la propagación de esta división “amigo”/”enemigo” en todas las capas de la sociedad globalizada. El segundo hablaba de cómo esta distinción se leía entre los bandos enfrentados en la guerra y cómo se justificaba a partir de un relato histórico en el que cada bando buscaba reducir al otro para someterlo o exterminarlo, explicando por qué en las redes sociales el insulto de “ucraniano nazi” o “ruso fascista” se había extendido y convertido en el argumento principal de todas las discusiones, tweets y comentarios. Ahora, en este último episodio, vamos a aplicar ambas lecturas a la realidad que tenemos en frente y vamos a ver qué consecuencias han tenido tanto dentro como fuera del escenario de la guerra, especialmente respondiéndonos cuál es la pretensión real de Occidente con la cancelación cultural y si las manifestaciones antirrusas a lo largo del orbe son finalmente rusofobia o no.

Lo primero que debemos aclarar es que no: ni Occidente realmente desea la cancelación total de la cultura rusa ni Rusia desea exterminar la identidad y la cultura ucraniana hasta los cimientos. Desde la Segunda Guerra Mundial y contadas excepciones (Ruanda y las guerras entre los países balcánicos yugoslavos en los 90) cualquier justificación militar excusada en la subyugación, asimilación o exterminio cultural de una nación está fuertemente condenada y es consenso en todos los países del mundo que aquello es una línea roja suficiente para estallar un conflicto mundial. Y aunque eso no se cumple cuando es a nivel interno de cada país (como cuando Saddam en Irak o los turcos intentaron exterminar a las poblaciones kurdas en sus países, o cuando se sabe de antemano que los chinos están llevando a cabo una asimilación forzada y sistemática de la cultura Han en tierras uigures, tibetanas y mongolas), es claro que a nivel mundial cualquier discurso con pretensiones racialistas que desencadene una guerra llevaría a una intervención internacional (como sucedió en Serbia en 1995-1999).

Aun cuando Rusia es un país que ha tendido siempre a la uniformidad cultural (en el vasto y extenso territorio ruso no hay grupos regionales sino rusos por un lado y naciones diferentes con orígenes étnicos distintos federadas a la república por el otro) ha hallado en la instrumentalización cultural mejores resultados que en la rusificación forzada o en el aplastamiento sangriento. De hecho, la excusa fundamental de Rusia para invadir Georgia radicaba en que Putin consideraba que los georgianos estaban cometiendo un “genocidio sistemático” de los pueblos abjasios y osetios dentro de su territorio y que su papel histórico era “defender estas naciones sin Estado de la integración multiculturalista que buscaba difuminar su cultura en la dominante georgiana”. Del mismo modo, tras el final de la Segunda Guerra Chechena, Putin, en vez de imponer un gobierno ruso en aquellos territorios, permitió la supervivencia de la etnia chechena con sus propios liderazgos, su credo musulmán sunní e incluso la consolidación de una policía y milicia autónomas (que han sido usadas en Ucrania y que son reconocidas por su extrema crueldad, su fanatismo islamista y adoración a la figura de Putin). De hecho —e históricamente hablando— Rusia ha optado siempre por, antes que el exterminio, la asimilación y la dispersión como factores fundamentales para moldear la cultura de otras naciones integrantes de su territorio y hacerlas subyugadas y sumisas a la gran cultura rusa, que se vuelve la “intermediaria”, el único canal que tienen para poder contactarse con otros pueblos del mundo. A lo largo de Siberia se pueden encontrar comunidades judías, ucranianas, polacas, turcas, tártaras, bielorrusas, chinas, japonesas e incluso persas y afganas en territorios inhóspitos y colonizaciones lejanas de sus tierras que fueron reubicadas allí con aquella finalidad de sometimiento y reducción sin extinguir sus manifestaciones culturales y lingüísticas, tanto con la necesidad de habitar esos territorios como con el deseo de eliminar poco a poco aquellas manifestaciones o mediarlas desde una cosmovisión rusa. Con ello Rusia se ha vendido al mundo como un imperio multinacional en el que lo eslavo ha sido un elemento cohesionador entre diferentes pueblos considerados integrales a la nación rusa, pero en el que la cultura y la identidad está construida por aquella nación, por encima de las determinaciones, historia e idiomas de cada pueblo.

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Por el lado del discurso occidental sucede algo similar y a la vez dispar. Volviendo al concepto de “Orientalismo” de Eduard Said y arriesgándonos a construir uno nuevo —quizás un “Rusianismo” o un “Orientalismo ruso”—, ha buscado transmitir su propia interpretación e idea de cómo, para ellos, se concibe lo “ruso”, y para ello se ha valido tanto de las imágenes que perduran en el tiempo acerca de los rusos como un territorio “extraño”, “ajeno” y “frío”, como de las descripciones de militares y diplomáticos franceses, británicos o americanos que desde mediados del siglo XIX conciben a Rusia como un lugar fantástico (en términos de lo mitológico) pero también como un país agrario, más cercano a China y a la India que a Europa o a Norteamérica. En tiempos contemporáneos aquella idea se mezcla con la impresión de Rusia como un lugar “cuadriculado” y “gris” (debido a la herencia de las edificaciones soviéticas) que debe ser salvado por medio de la globalización, la apertura, el consumo, las marcas y el acceso universal a las redes y a internet. Esta nueva imagen de Rusia como un país que puede ingresar al circuito de lo “avanzado” y de lo “moderno” está construida sobre literatos y artistas emigrados de la URSS en Europa o Estados Unidos, cuyas novelas y reflexiones han sido el argumento principal con el que Occidente ha pretendido construir una imagen alterna de Rusia y mostrarla como otro mundo posible más allá del Putinismo, el nacionalismo y la “revolución conservadora”. Autores de la talla de Aleksandr Solzhenitsyn o compositores como Dmitri Shostakovich han servido como inspiración para una nueva generación de rusos y rusas emigrados (o hijos de aquellos) que desde Occidente y contra Putin han señalado las potencialidades y los beneficios de una sociedad rusa más libre y democrática, e incluso se han usado a manifestaciones artísticas como las de Pussy Riot internamente para generar un disenso que se piense en una sociedad más “libre” (en términos occidentales) y más abierta que lo que vende Putin. En ese caso el interés fundamental de Occidente con su cancelación no radica en extinguir la milenaria cultura rusa de las aulas ni purgarla de los conservatorios de música ni de las escuelas de arte, los deportes o los complejos de ingeniería aeroespacial y petrolífera, sino que busca reorientarla y darle un nuevo sentido que tenga sintonía con el influjo de la cultura occidental globalizada y finalmente sumerja a la resistente Rusia a estos nuevos circuitos culturales y de consumo. Más allá de impedir que un deportista participe porque apoya la invasión o sacar a un músico de una orquesta, la presión de Occidente pretende que una nueva lectura de lo ruso desde sus “gafas” sea una chispa inicial que ignite cambios sociales y políticos y derrumbe la autocracia de Vladímir desde sus cimientos. La lucha de Occidente contra Rusia no es por derrotarla en el campo militar solamente, sino por impedir que se concrete la “revolución conservadora”, pues un triunfo de aquella en Ucrania podría significar que ha emergido un contra-discurso a la sociedad liberal globalizada que respaldaría proyectos políticos y sociales restrictivos, reaccionarios e irredentistas, que chocarían con un mundo multicultural y con fenómenos como las grandes migraciones que suceden en este momento en Europa y en Estados Unidos. Si el triunfo de Trump en Estados Unidos fue significativo en tanto demostró que una propuesta política reaccionaria podía triunfar en cualquier lado del mundo (más allá de países pequeños como Hungría o Polonia), el triunfo de Rusia en Ucrania supondría que un modelo político, social y cultural conservador podría reemplazar la idea de consenso y diplomacia por el ejercicio de la fuerza para resolver los intereses propios de cada entidad estatal mundial (aun cuando las intervenciones militares de Estados Unidos y Europa en Afghanistan, Iraq, Libia y Siria implican que ese ejercicio de la fuerza sí existe, pero justificado en el “bienestar mundial” y la “lucha contra el terrorismo”, que, según estos actores, son temas diferentes).

Sin embargo, en esa gran “gesta” del mundo occidental por contener a Rusia y lo que implica culturalmente su proyecto político ha habido un daño colateral que ha sido ignorado conscientemente por la prensa de este lado del hemisferio y que ha sido instrumentalizado (de manera vedada y sutil) para consolidar aquella disputa. Pronto, los argumentos que han sido utilizados para respaldar a Ucrania y repudiar a Rusia han pasado de ser inocentes denuncias contra la figura de Putin hasta manifestaciones de xenofobia hacia cualquier cosa que represente a lo ruso, lo que ha incrementado el peligro y el daño de la cancelación cultural que impulsa Occidente y se ha vuelto un combustible que sólo puede recordarnos a las atrocidades cometidas por Pravyy Sektor, Svoboda y el Batallón Azov contra ucranianos prorrusos y grupos étnicos rusos en la guerra del Donbas.

Aquel daño ya ha venido gestándose en Europa desde siglos atrás, pero emergió de manera clara en esta guerra cuando Facebook suavizó las medidas restrictivas contra las manifestaciones de odio hacia Putin y el ejército ruso en sus sucursales en Europa Oriental y Central, el 11 de marzo de 2022. Y aunque Facebook señaló que aquellas relajaciones serían temporales en el marco de la guerra y como vía para permitir la libertad de expresión de grupos sociales y étnicos afectados con la guerra, la verdad es que la medida ha sido laxa y ha permitido el surgimiento de un sentimiento rusófobo que se creía extinto. Desde enaltecimientos al Batallón Azov hasta declaraciones de “muerte a los rusos” o “rusos atrasados” y otras manifestaciones racialistas y supremacistas en Ucrania, Polonia, Lituania o República Checa, las redes sociales se han visto inundadas de un sentimiento antirruso que se ha expandido rápidamente —con eufemismos y autocensura— a Estados Unidos, Latinoamérica y el resto de Europa. Como anécdota personal les cuento que hago parte de varios grupos de intercambio de idiomas en Facebook, y hubo varias publicaciones en las últimas semanas donde personas con nombres franceses o anglo y banderitas de Ucrania en sus perfiles atacaban y condenaban (e incluso baneaban) a cualquier persona de cualquier lado del mundo que se atreviera a publicar algo tan “peligroso” como “¿alguien conoce de algún profesor de ruso que pueda enseñarme/explicarme algo que no entiendo?”. Los comentarios iban desde “¿por qué no mejor aprendes ucraniano y con ello dejas de apoyar a los criminales invasores?” hasta líneas fuertes como “Seguro no aprenderías ese idioma si ellos [los rusos] mataran a tu familia”. El repertorio de comentarios indignados por “aprender ruso” es tan largo como el de europeos quejándose de que los latinos no están haciendo lo suficiente en redes para vetar a Rusia de allí.

Pero ¿de dónde proviene este sentimiento que parece haber estallado luego de estar represado por mucho tiempo en el inconsciente social de muchas generaciones que hoy están interconectadas? Rápidamente podemos enunciar 3 lugares/situaciones desde donde ha emergido esa sensación y cómo se han desarrollado:

1. A nivel ucraniano este sentimiento es la continuación de las manifestaciones antisoviéticas y antirrusas que han sido heredadas del sometimiento cultural al que los antiguos países de la URSS se vieron sometidos. Esto lo explicamos en el capítulo anterior, pero, para recapitular, la identidad ucraniana ha estado siempre sometida y ensombrecida por la construcción de la identidad y la cultura rusa desde que aquel territorio fue anexionado por el Imperio Ruso en el siglo XVIII, impidiéndose que la lengua y la cultura ucranianas fueran enseñadas y que todo vehículo de transmisión cultural estuviera mediado por la cultura rusa.

2. A nivel europeo la relación entre la cultura occidental y la cultura rusa siempre se ha visto mediada por tensiones y desigualdades, pues los países de Europa Occidental han visto a Rusia como una nación atrasada, distante de la civilización construida por los franceses, alemanes y británicos, que es necesario administrar y someter a partir de aquella identidad fragmentada surgida de ese “orientalismo ruso” que hemos tratado en el capítulo de hoy. Este sentimiento ha tomado diferentes formas, como el antieslavismo en la Alemania Nazi o la “rusofobia” que emergió en la Guerra de Crimea durante el siglo XIX.

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3. A nivel mundial es claro que la lectura distorsionada de Rusia que ha conllevado a la rusofobia deviene de la herencia estereotipada de “lo ruso” durante la Guerra Fría. El “ruso” sigue siendo concebido como una caricatura de un sujeto frío, insensible, brutal y sin cultura, y esta imagen ha sido explotada por Hollywood en diferentes películas donde Rusia es sinónimo de alcoholismo, mafias y es vendida como un lugar triste, gris y frío. “Hitman”, “Transporter 3”, la saga de “Jason Bourne” o la manera como Marvel pinta y describe a personajes eslavos como Natasha Romanoff (Viuda Negra) o Wanda Maximoff (Wanda) y sus historias, e incluso las franquicias de videojuegos como Call of Duty o Medal of Honor son ejemplos claros de artículos culturales consumibles que siguen perpetuando una idea de “lo ruso” distorsionada y ajena a lo que Occidente, en su disputa por la cultura, quiere y desea que sea la sociedad rusa.