"¿Para qué sirve la historia?", le pregunta un pelao a su papá, que es historiador. Así empieza "Introducción a la Historia", un libro de Marc Bloch -historiador francés y fundador de la Escuela de los Annales- que a lo largo del texto trata de responder esa pregunta y que, para mí, solo tiene una respuesta certera: la Historia, como profesión, sirve para llenar estadísticas de desempleo.
Por eso algunos podrían decir que la historia es una distracción, el entretenimiento de los que quieren descubrir el espectáculo de las acciones de los muertos. Como ver Acción Caracol en los noventa, pero esto querría decir que la historia está muerta, que el pasado está muerto y que, por tanto, quizá sirve como abono. Para mí, en cambio, la historia es un lente. Un lente que me sirve a mí, a mis preguntas, a mis certezas -las pocas que deja tener esta mirad-. A las primeras, a veces les da respuesta y a las segundas, les quita el piso. La historia da matices, lo cual es una resistencia.
Pienso en un guía turístico que le cuenta a sus clientes cómo se hizo el Capitolio, cuándo se construyó la Casa de Nariño, quién comía en La Puerta Falsa. La historia, en este caso, sirve al turismo, un fenómeno del siglo XX. Ella llena de mitos, anécdotas y fechas las cabezas cubiertas con sombreros de pescador, gorras y cámaras en el pecho y así, le da unidad al recorrido que dirige un guía. El camino se vuelve un relato que explica y da sentido al recorrido. La historia, entonces, sirve también para dar sentido.
Y así como le da unidad a los pasos de los turistas, hace sentir a los locales que son de acá. La historia, con sus líneas de tiempo, sus cronologías, marca el inicio de una época y su fin; la continuidad del pasado y su interrupción: la independencia, ya no seremos más colonia de tal o cual, vamos a liberar a un pueblo. La historia, como relato que une, también divide: dice quiénes somos nosotros y quiénes son los otros.
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La historia, o más bien, quien la cuenta, le da sentido al ordenar los hechos. La historia, tan llena de nombres, de monumentos, de próceres, de masas, de héroes, de villanos, de mitos, de ficciones y realidades, de tecnologías y de artes, estudia el pasado y por eso lo mantiene vivo.
Claro, tiene que guardarse, organizarse, clasificarse (en el caso de los archivos, ponerse, luego de un lujoso aceitado, en los anales). A estos procesos se le suma el de exponerse en los museos; otro, es el de estudiarla, reconocerla y escribirla, proceso en el que se pueden usar cualquiera de los materiales de archivo, museológicos, personales y de mirada sobre la tierra, porque todas las ciencias pueden estar al servicio de la historia, tanto como la historia puede estar al servicio de ellas. Todo eso que se guarda, que ha sido cuidadosa y azarosamente seleccionado, permite contar un relato y explicar de dónde vino, cómo vino y por qué sigue por aquí. Esto le cuaja a un guineo o a las estatuas de Simón Bolívar.
Como la sala en la que se guardan los retratos de los presidentes de la República, en el Museo Nacional. Crea un relato ordenado y que supone una versión de la política del país a través del tiempo, que divide cada período histórico para que coincida con cada período presidencial. Curiosamente, esta historia solemne y respetuosa de las fechas, sirve también para centrar en sus caras los hechos políticos de Colombia. Esto, en mi opinión, explicaría por qué le damos tanta importancia a los períodos de los gobiernos para entender, criticar y percibir nuestra política: la unidad que nos dio la Regeneración de Rafael Núñez, que escribió el himno; la industrialización de Rafael Reyes, la reforma agraria de López Pumarejo, la paz de Santos, la seguridad democrática de Uribe, la estulticia naranja de Duque.
Ponerle cara y período presidencial a la historia política nacional ha caricaturizado más la historia nacional que las grandes caricaturas de Alfredo Greñas, Alberto Urdaneta, Betto, Osuna o Ricardo Rendón. En esto, tal vez la historia sea muy similar a un collage. La historia recorta citas de un período de tiempo, de ciertos personajes, las une con imágenes de quienes los retrataron, las relaciona con las cifras demográficas, con las de producción y distribución. Se pregunta por cómo se apropia esa figura en el presente y en el tiempo en el que vivió. Lo mete todo en un mismo cuadro y nos cambia las formaciones, hasta de los siglos. Por eso Eric Hobsbawm, en su libro sobre el siglo XX, dice que este empezó en 1914 y terminó en 1989.
Estas afirmaciones son meras opiniones. Yo no soy ningún experto. Estudié historia y nunca la he ejercido como profesión. Mientras hacía la carrera, trabajaba como community manager, escribía blogs de chistes políticos y cuentos. Combinaba la biblioteca y la tableta, la red social y el debate teórico. Disfrutaba mucho de los descubrimientos singulares que me daba estudiar historia: como que los yazidíes son una tribu que adora un pavo al que llaman Shaytan; que la lucha de clases no siempre guía el movimiento de la historia; que solo hay un profeta que sabemos que existió; que los poderosos mueren pobres de dinero y ricos de gloria; que Cristobal Colón descubrió América porque un chismoso le contó la ruta en Canarias. Todo esto me lleva a pensar en que pude estudiar, gracias a mis padres y a mi abuelo, algo que me dio mucho placer: ser un espectador del espectáculo humano, lleno de conflictos, contradicciones, intercambios, dominios y sumisiones.
Desde ese momento, me han acompañado los lentes que me dio. ¿Para qué me ha servido, entonces, haber estudiado historia? Si yo de lo que vivo es de la publicidad en internet, el trabajo del futuro, ¿pa qué me puse a estudiar el pasado?
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Lo primero que diría es que sirve para decir que uno no sabe. Porque el que estudia historia sabe un montón de cosas: puede saber que las primeras tablas de Sumeria se usaban para hacer cuentas. Puede saber que Bolívar, en agonía samaria, le dijo a su médico francés que esta tierra estaba llena de hijueputas que no quisieron gobernarse. Pero cuando le preguntan, ¿por qué China es hoy una nueva superpotencia?, aprende a quedarse callado. (Claramente, mientras está estudiando, el historiador opina sobre todo. Es cuando se gradúa que se da cuenta que olvidó todo lo que ha aprendido).
Lo segundo, es para reconocer lo que sabe, lo que le interesa entre esta marasma de ficciones y realidades que son los ecos del pasado. Y esto es muy loco, porque si uno entiende que cualquier objeto, cualquier ser humano, cualquier discurso puede ser estudiado desde su historia (a menos que usted sea creacionista, pues así tendrá muy claro que todo viene de la mano de Maradona en el 86), puede empezar a entender que no todo está dado. Que no todo es como lo venden, como dicen que ha sido.
El palo e’ mango, entretención principal de la niñez en climas cálidos, no siempre estuvo en los patios, por ejemplo. Tuvo que venir de Asia, en barcos inmensos. La historia del mango puede dar cuenta de un mundo globalizado, o más bien de cómo se globalizó el mundo. Como el caso de la plata mexicana, que al llegar a Filipinas, fue a China y así pasó de mano en mano por la ruta de la seda hasta que llegó a Castilla. Todo hipotético y todo especulativo, pues la historia no es una ciencia dura, que se maneja en términos de probabilidades. La historia se hace con las posibilidades de lo que dejan ver, oler, tocar las ruinas (documentos de civilización y de barbarie, como los llamaba Walter Benjamin). Por eso algunos historiadores glorifican personajes, como Simon Schama; otros hacen juicios más analíticos, como Eric Hobsbawm, por quedarnos solo en Inglaterra. Su propia sensibilidad y su propio pasado los lleva a construir y contar de distinta manera los mismos hechos de la historia.
Algunos son grandes narradores y otro son teóricos que rayan en la filosofía (hay otros que solo rayan el parche y se ponen a decir que el holocausto nazi no sucedió o que no hay conflicto armado en Colombia). A mí me gustan todos, me sirven todos, pues en ellos descubro los procesos lentos de la ciencia, la agudeza literaria, las descripciones de espacios que hoy serían solo fantasía. Los descubrimientos de prácticas a través de pequeñas vasijas y me hago más pequeño, más diminuto, al entender que camino sobre cadáveres. Mi juicio y mis creencias se desdibujan, pero mi criterio para descreer crece, si me permite un trabalenguas.
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La historia, tercero, sirve para que nos quejemos menos con el tono de “en pleno siglo XXI, ¿cómo es posible que…?” y acá a uno se le sale la arrogancia de historiador, pues en el siglo XXI come más gente que la que ha comido en toda la historia y hay más hambre de la que ha habido en toda la historia. Avanzamos en riqueza y en miseria. Dicen “pleno siglo XXI” porque han escuchado que la historia siempre va para adelante, como si cada vuelta que le damos al sol fuera el ascenso de un piso en el edificio del progreso. Y la historia sirve para eso, para hacernos creer, como la canción de La Mosca Tsé-tsé, que “hoy estoy mejor que ayer, pero peor que mañana”. Así nos la enseñan, como una autopista que empuja hacia adelante.
Milan Kundera, que es novelista, reflexiona mucho sobre esto en sus novelas. Kundera nació en Bohemia y en su infancia le tocó vivir la invasión de los nazis y luego fue comunista, le tocó vivir a la Unión Soviética. Vio cómo destruyeron la cultura checa para formar la civilización del “homo sovieticus”. Y en una de sus novelas, habla sobre la “Gran Marcha hacia adelante”. Con ese tono filosófico uno termina preguntándose ¿quién está haciendo el chiste?¿Es Kundera que está diciendo que la historia es un mal chiste? ¿O es la historia que ha sido un mal chiste para todos?
No es la historia. Es cómo nos la venden, cómo la compramos. Y muchas veces equiparamos la historia a una línea de tiempo. Pero si la estudiamos, vemos que la historia da paso en círculos, espirales, asíntotas, sinusoidales. Y el adelante y atrás de esas gráficas dependerá de lo que supongamos puede ser un avance o un retroceso. Por eso Marx, en el XVIII Brumario de Luis Bonaparte, decía que la historia se repite “unas veces como tragedia y otras veces como farsa”. Lo que quiere decir que, incluso cuando se mueve en círculos, su movimiento tiene matices diferentes.
Por último, la historia no sirve si no se usa. Se gasta. A la historia también le pasa la historia por encima. Hoy, por ejemplo, le pasan por encima las historias de Instagram, aunque en algunas se mencionen eventos históricos y debates historiográficos (discusiones sobre cómo escribir la historia). Y los profesores se preocupan y los intelectuales saltan. ¿Por qué ya nadie conoce su historia? ¿Será que, como dijo George Santayana, si no la conocemos estamos condenados a repetirla?
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No sé si conocer la historia necesariamente haga que no cometamos los errores del pasado. De hecho, puede que ayude a cometer horrores de maneras más sutiles: como la futura discriminación entre vacunados y no vacunados.Lo que sí pienso es que si la dejamos en anales, tiesa en los archivos, en los museos y las bibliotecas, los que vamos a sufrir el anal vamos a ser nosotros, vacunados o no vacunados.