La música por esencia, como todas las artes, es ese lenguaje catalizador de emociones que se convierte en esa voz de colores que sin tener más que palabras, toman su melodía para transformar la historia. Esta fue Nina Simone. Brillante, revolucionaria, mujer y negra. Cuatro adjetivos que hicieron de ella la que fue. Se llamó así para esconderse de su madre y por adorar a Simone Signoret. Se convirtió en el ritmo, la melodía y la voz que junto con los condenados de la tierra envueltos en su opresión, un día dijeron basta. Esta fascinación por la historia de la mujer tras la estrella, tras la ídolo de masas, aquella que compartía una experiencia musical con el público pero se iba a casa con una profunda soledad, es única.
La expresión de Nina Simone era recia. Siempre, sentada frente al piano era envuelta en una seriedad intimidatoria. Su oscura belleza física se escapaba de las proporciones áureas: tenía nariz ancha, ojos tristes y una boca grande que exhalaba una voz que como madera noble, resonaba profunda y felina entre cotilleos de desengaños y de fe. Una voz que como pocas, guardó en su registro contralto el desgarro áspero e intenso con el que todas las emociones se pudieron dar cita bajo el conjuro de su extraña magia. La perfección cruda y palpitante de su talento le valió reconocerse prontamente como la sacerdotisa del Soul, una etiqueta que a su pesar, nunca le pareció.
Siendo la sexta de ocho hermanos, Eunice –que era su verdadero nombre- nació en 1933 en el seno de un hogar profundamente religioso de Tyron (Carolina del Norte) lejos de la ciudad. Siguiendo los pasos de sus padres, que eran predicadores, su brillante talento no tardó en brotar a muy temprana edad: tenía tres años cuando tocó God Be With You Till We Meet Again en el órgano de su casa; lo aprendió de memoria. Luego, en tiempos del Jim Crow y con tan solo diez años, debutó en un recital, pero cuando intentaron prohibir a sus padres sentarse en primera fila por ser negros ella se negó a tocar, por lo que los blancos y pálidos organizadores tuvieron que ceder.
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Fue ahí y siendo apenas una niña que Eunice soñó con convertirse en la primera concertista de música clásica negra de su país. Pero la historia le reservaba otro lugar más trascendental; uno que no imaginaba. Aplicó para una beca en el Instituto Curtis pero fue rechazada por su color de piel. Más tarde, la Escuela Julliard la admitió pero allí no pudo costear sus estudios por mucho tiempo, así que en lugar de seguir su formación en música clásica, empezó a tocar música en un café irlandés de Atlantic City. Fue allí donde nació, sin más preámbulos, una de las voces femeninas más importantes del siglo XX, que poco tardó en crear su seudónimo y mismo con el que alcanzó la fama.
Eran los años cincuenta y los días que atravesaba la comunidad negra se volvieron más ácidos y convulsos, al punto que hicieron que su rumbo fuera otro y cambiara sus sueños al convertirse en el melódico lenguaje de la vorágine revolucionaria y ardiente que se estaba despertando en los guetos. Nina era toda una luchadora. Aunque su carrera empezó desde abajo y se vio rodeada de tropiezos con otros músicos, su éxito comercial llegó de la mano de Andrew Stroud, un sargento de policía que renunció a su trabajo por convertirse en manager, además de su marido. Su versión de I Love You Porgy, ópera prima de George Gershwin la llevó al éxito y rápidamente, su camaleónica e intrépida voz inundó las estaciones de radio y comenzó a ser conocida a nivel nacional.
La nube de humo de su vida que agobiaban los periódicos y el bombardeo de 1963 a la iglesia de Birmingham (Alabama) a manos del Ku Klux Klan, en el que murieron Denise McNair, Addie Mae Collins, Cynthia Wesley y Carole Robertson, cuatro niños negros, cambió su vida para siempre, como lo hizo para muchos norteamericanos negros. Durante la marcha de Selma a Montgomery, interpreta ‘Mississippi Goddam’, la legendaria canción con la que miles de negros marcharon defendiendo su derecho al voto. Componerla le tomó una hora, pero mientras Nina escribía canción tras canción acerca de la experiencia de ser negro en América, Stroud veía sus canciones como obstáculo para continuar con el éxito.
El hecho de atreverse a decir lo que los demás temían, tuvo repercusiones negativas en su vida personal y en su desempeño como artista, puesto que las estaciones de radio, cadenas de televisión y grandes disqueras le cerraron las puertas por temor a que sus canciones revolucionarias desataran disturbios y protestas. Pese que su lucha no duró mucho, sintió una profunda desilusión además de desequilibrios sumados a su inestable emocionalidad. Huyó de los EE.UU. al Caribe; más tarde, atraída por el país de sus ancestros viajó a Liberia, luego pasó por Suiza y finalmente se radicó en Francia. Allí, con un aspecto de indigencia, fue encontrada divagando en el hall de un hotel desnuda, empuñando un cuchillo.
Intenta volver a los escenarios, donde su semblante ahora está mucho más serio, en una mezcla de solemnidad y confusión, con los ojos perdidos y emocionados. Lanzando una intensa mirada al público que dura algunos segundos –que parecen eternos- se gira algo desorientada para sentarse en la banqueta del piano lista para comenzar a cantar esas melodías que le valieron la gloria consumida por el infierno de su realidad. Así fuera la pionera o la cultivadora del infierno, Nina Simone fue habitada por ambas mujeres, a menudo y al mismo tiempo. Ella fue sin duda, una mujer única en los tiempos cuando era difícil serlo aún por encima de tener el color de la noche sobre su piel.
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Para ella, su propia negrura siempre fue saturada e inevitable. No sólo es Nina Simone, es un ícono cultural, una estela musical que perdura en la memoria y el legado de una lucha que aún no termina, lucha con la que pavimentó el camino para miles de mujeres demostrando que pueden ser brillantes aun siendo imperfectos a los ojos de los demás.