Conductor de motocicleta, trompetista doméstico, seguidor del surrealismo, aficionado al boxeo y al jazz, al tango y a los gatos, traductor (de Bremond, Chesterton, Defoe, Gide, Giono, Poe y Yourcenar, entre otros), del cuarteto de escritores que integraron el curubito del boom latinoamericano, fue Julio Cortázar (1914-1984) quien más se acercó a la imagen del poeta tal como lo entendían, tanto la tradición romántica y simbolista –el ser diferente, intermediario de las fuerzas ocultas, vidente y heterodoxo artista de la vida-, como la vanguardista tradición de la ruptura -un revolucionario de la palabra, un inquisidor del lenguaje marchito-.
Los otros tres autores (Mario Vargas Llosa, Carlos Fuentes y Gabriel García Márquez) coinciden con una imagen mucho más tradicional del escritor latinoamericano (académico con disciplina militar; diplomático erudito y cosmopolita o periodista de izquierda) y en una creación verbal, ante todo, estética, y, casi siempre, dentro de los cauces añejos del realismo, la correcta escritura y los géneros literarios canónicos.
Cortázar, el mayor de todos en edad, fue siempre el más joven, el gran rebelde opuesto a un régimen de reglas y categorías que imponen servidumbres, cuidadoso de toda petrificación del pensamiento o de los actos, alérgico a toda gravedad, cerrado a lo solemne y pomposo, y materia dispuesta para la libertad, el espíritu de aventura, el humor, la osadía intelectual, el erotismo y el amor como la más extrema sed antropológica.
Consecuencia natural de una escritura cuyo eje es el diálogo con el lector y el propósito de problematizarlo, desacomodarlo y cambiarlo, el influjo de Cortázar, gran renovador de todos los géneros en los que incursionó (el poema, el cuento, la novela, el ensayo, la crítica), trascendía las letras y apuntaba a la conducta: al proponer una nueva ética fundada en la transgresión de toda convención (política, idiomática, ideológica, moral), sepultó de manera eficaz la imagen anacrónica y estatuaria del hombre de letras hispánico e hispanoamericano (perito gramatical, académico de la lengua, camisa almidonada, vestido entero oscuro, corbata a la moda, mancuernas áureas, flor en el ojal, bastón bíblico y lentas lecturas de los clásicos griegos, latinos y españoles), y despejó el camino para una visión de la literatura mucho más vital y lúdica.
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Capaz de mirarse al espejo y reírse de sí mismo, sin vergüenzas para la confidencia autobiográfica —que nada tenía de exhibicionismo narcisista y sí mucho de franqueza, de vocación por la verdad y valentía para exponerse y jugar limpio, con todas las cartas sobre la mesa— orientada hacia una comunicación plena con el destinatario de sus obras, Cortázar instaura una nueva relación, mucho más cálida con el lector que la de sus olímpicos y marmóreos predecesores.
Formado en el espíritu crítico de la vanguardia, la constante en la obra cortazariana fue el cuestionamiento del lenguaje al sospechar que detrás del cliché verbal se ocultaban el cliché mental y las vilezas del filisteo, sus prejuicios y sus inhibiciones. Por esta razón se dio a la tarea casi suicida de “desescribir”, de combatir el lugar común y la floritura verbal, sin aprovecharse jamás del impulso adquirido ni cabalgar sobre sus logros; por el contrario, perseguidor perenne, intentó, en cada nueva obra, partir de cero, imponerse el camino más difícil (el del mayor esfuerzo creativo), la máxima honestidad intelectual, hecho que contrasta al rompe con la actitud, aparentemente avivata, de tantos escritores célebres que aprovecharon, con creces comerciales, la maquinita multiplicadora de los demonios rentables.
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En sus novelas y ensayos o través de sus entrevistas (de las que hizo como Borges y Cabrera Infante un género creativo, en interminable invención, con nuevas propuestas y retos para el amante de la literatura), Cortázar reveló a sus lectores una tradición de autores heterodoxos, poco conocidos en el ámbito hispánico, entre los cuales sobresalen: Shakespeare y su casi metódica duda hamletiana que le recuerda a los Horacios, fanáticos del racionalismo y su manía explicatoria, que siempre hay algo más allá de los límites de los sistemas filosóficos; John Keats y su porosa teoría del camaleón o de la participación del poeta en la naturaleza del objeto percibido, el salto y la fusión afectiva con el mismo, la apertura osmótica, contraria a la rigidez, la gravedad y la soberbia del poeta apegado al pensamiento sistemático que pervierte y parcializa; Jean Cocteau, quien en Opio abría las puertas a una realidad diferente de la que nos revelan de manera inmediata los sentidos: “Nosotros vemos la Osa Mayor, pero las estrellas que lo forman no saben que son la Osa Mayor. Quizá nosotros somos también Osas Mayores y Menores y no lo sabemos porque estamos refugiados en nuestras individualidades”; Alfred Jarry y su poética según la cual, lo verdaderamente interesante no son las leyes sino las excepciones, a cuya cacería debe entregarse el poeta y dejarles las leyes a los hombres de ciencia y a los escritores serios; Jaques Vaché y su vacuna contra el nacionalismo literario literal: “Nada mata más rápidamente a un hombre que verse obligado a representar un país”; los surrealistas franceses y su afición al cultivo de las situaciones excepcionales y la pesca de lo insólito. Lautréamont, Raymond Rousell y James Joyce también figuran entre los modelos de indisciplina que el cronopio nos legó.
La obra literaria de Cortázar mantiene vínculos con fuerzas atávicas (monstruosas supervivencias tribales, irracionalismos inquietantes y remotos, terrores ancestrales a ceremonias primitivas, rumores roncos de arquetipos) que irrumpen incontrolables y sin aviso en los recintos refinados del mundo moderno (autopistas veloces, pero atascadas; aviones abusados, pero pérfidos; abrigos amorosos, pero asesinos; libros ligeros, pero letales; apartamentos amistosos pero colmados de fisuras que nos desamparan frente al tiempo)— en el cual, tras lo cotidiano acecha un orden misterioso y violento, un sistema de relaciones insólitas, inaceptables para los positivistas, que linda con lo mágico y lo bárbaro, en el que los remordimientos viajan en metro o la culpa expulsa a los silenciosos habitantes de una casa antigua y los bombones vienen rellenos de cucarachas y en los rincones oscuros de un caserón ronca el tigre veranero del incesto y al salir de un ascensor (que en vez de llevarnos de un piso a otro nos conduce a un tiempo diferente), se corre el riesgo de vomitar un conejo caliente y la caída de un cubito de azúcar o la pérdida de un pelo en el desagüe del lavamanos pueden traer consigo catástrofes de living-room o verdaderas desgracias y las mujeres violadas regresan después de muertas a vengar su afrenta y los personajes de una novela matan a sus lectores: un mundo, en fin, en el que subir una escalera, usar la pasta dental, salirse de una calzada, cortar un pedazo de pan con un cuchillo o regalar un reloj constituyen vías de conocimiento profundo del otro lado de la realidad.
Pocos son los escritores que han penetrado con tanta precisión al casi inefable y, a veces, perverso universo de la infancia como Cortázar en cuentos como “Bestiario”, “Los venenos”, “Final del juego” y “La señorita Cora”. Supo, de igual modo, Cortázar señalar a los escritores hispanoamericanos un camino de salida al laberinto abstracto, pero paralizador, de la narrativa de Borges mediante una obra en la que se alían la humanidad y la ternura, lo cursi y lo concreto, el olor y el sabor, la cotidianeidad y la noche, sin perder el rigor. De igual modo, teórico lúcido sin patalear en el limo de la pedantería, su trabajo sobre el cuento, en el que incluye una lista de modelos modernos del mismo, funciona como una guía certera para la apreciación, el disfrute y la valoración de uno de los géneros literarios más exigentes y rigurosos.
No obstante su carácter iconoclasta, la creación cortazariana califica también para los criterios clásicos (o clasicistas): en esta perspectiva, cumple con el requisito sine qua nomde los narradores natos, el de crear personajes como los de carne y hueso que se incorporen a nuestra memoria y nos acompañen con sus irradiaciones en las encrucijadas que nos depara la vida. Al respecto, bastaría con dos menciones: la de Johnny Carter, el saxofonista que aun sumido en la degradación, no deja de proyectar sus lúcidos relámpagos; y la de la luminosa y translúcida Lucía, La Maga, naturalmente ajena al orbe precario y previsible de la costumbre, puente propicio para la aproximación al pórtico del Paraíso.