Comienzo con una palabra que todos los hombres, desde que el hombre es hombre, han proferido: gracias. Es una palabra que tiene equivalentes en todas las lenguas. Y en todas es rica la gama de significados. En las lenguas romances va de lo espiritual a lo físico, de la gracia que concede Dios a los hombres para salvarlos del error y la muerte a la gracia corporal de la muchacha que baila o a la del felino que salta en la maleza. Gracia es perdón, indulto, favor, beneficio, nombre, inspiración, felicidad en el estilo de hablar o de pintar, ademán que revela las buenas maneras y, en fin, acto que expresa bondad de alma. La gracia es gratuita, es un don; aquel que lo recibe, el agraciado, si no es un mal nacido, lo agradece: da las gracias. Es lo que yo hago ahora con estas palabras de poco peso. Espero que mi emoción compense su levedad. Si cada una fuese una gota de agua, ustedes podrían ver, a través de ellas, lo que siento: gratitud, reconocimiento. Y también una indefinible mezcla de temor, respeto y sorpresa al verme ante ustedes, en este recinto que es, simultáneamente, el hogar de las letras suecas y la casa de la literatura universal.Las lenguas son realidades más vastas que las entidades políticas e históricas que llamamos naciones. Un ejemplo de esto son las lenguas europeas que hablamos en América. La situación peculiar de nuestras literaturas frente a las de Inglaterra, España, Portugal y Francia depende precisamente de este hecho básico: son literaturas escritas en lenguas transplantadas. Las lenguas nacen y crecen en un suelo; las alimenta una historia común. Arrancadas de su suelo natal y de su tradición propia, plantadas en un mundo desconocido y por nombrar, las lenguas europeas arraigaron en las tierras nuevas, crecieron con las sociedades americanas y se transformaron. Son la misma planta y son una planta distinta. Nuestras literaturas no vivieron pasivamente las vicisitudes de las lenguas transplantadas: participaron en el proceso y lo apresuraron. Muy pronto dejaron de ser meros reflejos transatlánticos; a veces han sido la negación de las literaturas europeas y otras, con más frecuencia, su réplica.A despecho de estos vaivenes, la relación nunca se ha roto. Mis clásicos son los de mi lengua y me siento descendiente de Lope y de Quevedo como cualquier escritor español … pero no soy español. Creo que lo mismo podrían decir la mayoría de los escritores hispanoamericanos y también los de los Estados Unidos, Brasil y Canadá frente a la tradición inglesa, portuguesa y francesa. Para entender más claramente la peculiar posición de los escritores americanos, basta con pensar en el diálogo que sostiene el escritor japonés, chino o árabe con esta o aquella literatura europea: es un diálogo a través de lenguas y de civilizaciones distintas. En cambio, nuestro diálogo se realiza en el interior de la misma lengua. Somos y no somos europeos. ¿Qué somos entonces? Es difícil definir lo que somos pero nuestras obras hablan por nosotros.La gran novedad de este siglo, en materia literaria, ha sido la aparición de las literaturas de América. Primero surgió la angloamericana y después, en la segunda mitad del siglo XX, la de América Latina en sus dos grandes ramas, la hispanoamericana y la brasileña. Aunque son muy distintas, las tres literaturas tienen un rasgo en común: la pugna, más ideológica que literaria, entre las tendencias cosmopolitas y las nativistas, el europeísmo y el americanismo. ¿Qué ha quedado de esa disputa? Las polémicas se disipan; quedan las obras. Aparte de este parecido general, las diferencias entre las tres son numerosas y profundas. Una es de orden histórico más que literario: el desarrollo de la literatura angloamericana coincide con el ascenso histórico de los Estados Unidos como potencia mundial; el de la nuestra con las desventuras y convulsiones políticas y sociales de nuestros pueblos. Nueva prueba de los límites de los determinismos sociales e históricos; los crepúsculos de los imperios y las perturbaciones de las sociedades coexisten a veces con obras y momentos de esplendor en las artes y las letras: Li-Po y Tu Fu fueron testigos de la caída de los Tang, Velázquez fue el pintor de Felipe IV, Séneca y Lucano fueron contemporáneos y víctimas de Nerón. Otras diferencias son de orden literario y se refieren más a las obras en particular que al carácter de cada literatura. ¿Pero tienen carácter las literaturas, poseen un conjunto de rasgos comunes que las distingue unas de otras? No lo creo. Una literatura no se define por un quimérico, inasible carácter. Es una sociedad de obras únicas unidas por relaciones de oposición y afinidad.La primera y básica diferencia entre la literatura latinoamericana y la angloamericana reside en la diversidad de sus orígenes. Unos y otros comenzamos por ser una proyección europea. Ellos de una isla y nosotros de una península. Dos regiones excéntricas por la geografía, la historia y la cultura. Ellos vienen de Inglaterra y la Reforma; nosotros de España, Portugal y la Contrarreforma. Apenas si debo mencionar, en el caso de los hispanoamericanos, lo que distingue a España de las otras naciones europeas y le otorga una notable y original fisonomía histórica. España no es menos excéntrica que Inglaterra aunque lo es de manera distinta. La excentricidad inglesa es insular y se caracteriza por el aislamiento: una excentricidad por exclusión. La hispana es peninsular y consiste en la coexistencia de diferentes civilizaciones y pasados: una excentricidad por inclusión. En lo que sería la católica España los visigodos profesaron la herejía de Arriano, para no hablar de los siglos de dominación de la civilización árabe, de la influencia del pensamiento judío, de la Reconquista y de otras peculiaridades.En América la excentricidad hispánica se reproduce y se multiplica, sobre todo en países con antiguas y brillantes civilizaciones como México y Perú. Los españoles encontraron en México no sólo una geografía sino una historia. Esa historia está viva todavía: no es un pasado sino un presente. El México precolombino, con sus templos y sus dioses, es un montón de ruinas pero el espíritu que animó ese mundo no ha muerto. Nos habla en el lenguaje cifrado de los mitos, las leyendas, las formas de convivencia, las artes populares, las costumbres. Ser escritor mexicano significa oír lo que nos dice ese presente – esa presencia. Oírla, hablar con ella, descifrarla: decirla… Tal vez después de esta breve digresión sea posible entrever la extraña relación que, al mismo tiempo, nos une y separa de la tradición europea.La conciencia de la separación es una nota constante de nuestra historia espiritual. A veces sentimos la separación como una herida y entonces se transforma en escisión interna, conciencia desgarrada que nos invita al examen de nosotros mismos; otras aparece como un reto, espuela que nos incita a la acción, a salir al encuentro de los otros y del mundo. Cierto, el sentimiento de la separación es universal y no es privativo de los hispanoamericanos. Nace en el momento mismo de nuestro nacimiento: desprendidos del todo caemos en un suelo extraño. Esta experiencia se convierte en una llaga que nunca cicatriza. Es el fondo insondable de cada hombre; todas nuestras empresas y acciones, todo lo que hacemos y soñamos, son puentes para romper la separación y unirnos al mundo y a nuestros semejantes. Desde esta perspectiva, la vida de cada hombre y la historia colectiva de los hombres pueden verse como tentativas destinadas a reconstruir la situación original. Inacabada e inacabable cura de la escisión. Pero no me propongo hacer otra descripción, una más, de este sentimiento. Subrayo que entre nosotros se manifiesta sobre todo en términos históricos. Así, se convierte en conciencia de nuestra historia. ¿Cuando y cómo aparece este sentimiento y cómo se transforma en conciencia? La respuesta a esta doble pregunta puede consistir en una teoría o en un testimonio personal. Prefiero lo segundo: hay muchas teorías y ninguna del todo confiable.El sentimiento de separación se confunde con mis recuerdos más antiguos y confusos: con el primer llanto, con el primer miedo. Como todos los niños, construí puentes imaginarios y afectivos que me unían al mundo y a los otros. Vivía en un pueblo de las afueras de la ciudad de México, en una vieja casa ruinosa con un jardín selvático y una gran habitación llena de libros. Primeros juegos, primeros aprendizajes. El jardín se convirtió en el centro del mundo y la biblioteca en caverna encantada. Leía y jugaba con mis primos y mis compañeros de escuela. Había una higuera, templo vegetal, cuatro pinos, tres fresnos, un huele-de-noche, un granado, herbazales, plantas espinosas que producían rozaduras moradas. Muros de adobe. El tiempo era elástico; el espacio, giratorio. Mejor dicho: todos los tiempos, reales o imaginarios, eran ahora mismo; el espacio, a su vez, se transformaba sin cesar: allá era aquí: todo era aquí: un valle, una montaña, un país lejano, el patio de los vecinos. Los libros de estampas, particularmente los de historia, hojeados con avidez, nos proveían de imágenes: desiertos y selvas, palacios y cabañas, guerreros y princesas, mendigos y monarcas. Naufragamos con Simbad y con Robinson, nos batimos con Artagnan, tomamos Valencia con el Cid. ¡Cómo me hubiera gustado quedarme para siempre en la isla de Calipso! En verano la higuera mecía todas sus ramas verdes como si fuesen las velas de una carabela o de un barco pirata; desde su alto mástil, batido por el viento, descubrí islas y continentes – tierras que apenas se desvanecían. El mundo era ilimitado y, no obstante, siempre al alcance de la mano; el tiempo era una substancia maleable y un presente sin fisuras.¿Cuando se rompió el encanto? No de golpe: poco a poco. Nos cuesta trabajo aceptar que el amigo nos traiciona, que la mujer querida nos engaña, que la idea libertaria es la máscara del tirano. Lo que se llama “caer en la cuenta” es un proceso lento y sinuoso porque nosotros mismos somos cómplices de nuestros errores y engaños. Sin embargo, puedo recordar con cierta claridad un incidente que, aunque pronto olvidado, fue la primera señal. Tendría unos seis años y una de mis primas, un poco mayor que yo, me enseñó una revista norteamericana con una fotografía de soldados desfilando por una gran avenida, probablemente de Nueva York. “Vuelven de la guerra”, me dijo. Esas pocas palabras me turbaron como si anunciasen el fin del mundo o el segundo advenimiento de Cristo. Sabía, vagamente, que allá lejos, unos años antes, había terminado una guerra y que los soldados desfilaban para celebrar su victoria; para mí aquella guerra había pasado en otro tiempo, no ahora ni aquí. La foto me desmentía. Me sentí, literalmente, desalojado del presente.Desde entonces el tiempo comenzó a fracturarse más y más. Y el espacio, los espacios. La experiencia se repitió una y otra vez. Una noticia cualquiera, una frase anodina, el titular de un diario, una canción de moda: pruebas de la existencia del mundo de afuera y revelaciones de mi irrealidad. Sentí que el mundo se escindía: yo no estaba en el presente. Mi ahora se disgregó: el verdadero tiempo estaba en otra parte. Mi tiempo, el tiempo del jardín, la higuera, los juegos con los amigos, el sopor bajo el sol de las tres de la tarde entre las yerbas, el higo entreabierto – negro y rojizo como un ascua pero un ascua dulce y fresca – era un tiempo ficticio. A pesar del testimonio de mis sentidos, el tiempo de allá, el de los otros, era el verdadero, el tiempo del presente real. Acepté lo inaceptable: fui adulto. Así comenzó mi expulsión del presente.Decir que hemos sido expulsados del presente puede parecer una paradoja. No: es una experiencia que todos hemos sentido alguna vez; algunos la hemos vivido primero como una condena y después transformada en conciencia y acción. La búsqueda del presente no es la búsqueda del edén terrestre ni de la eternidad sin fechas: es la búsqueda de la realidad real. Para nosotros, hispanoamericanos, ese presente real no estaba en nuestros países: era el tiempo que vivían los otros, los ingleses, los franceses, los alemanes. El tiempo de Nueva York, París, Londres. Había que salir en su busca y traerlo a nuestras tierras. Esos años fueron también los de mi descubrimiento de la literatura. Comencé a escribir poemas. No sabía qué me llevaba a escribirlos: estaba movido por una necesidad interior difícilmente definible. Apenas ahora he comprendido que entre lo que he llamado mi expulsión del presente y escribir poemas había una relación secreta. La poesía está enamorada del instante y quiere revivirlo en un poema; lo aparta de la sucesión y lo convierte en presente fijo. Pero en aquella época yo escribía sin preguntarme por qué lo hacía. Buscaba la puerta de entrada al presente: quería ser de mi tiempo y de mi siglo. Un poco después esta obsesión se volvió idea fija: quise ser un poeta moderno. Comenzó mi búsqueda de la modernidad.¿Qué es la modernidad? Ante todo, es un término equívoco: hay tantas modernidades como sociedades. Cada una tiene la suya. Su significado es incierto y arbitrario, como el del período que la precede, la Edad Media. Si somos modernos frente al medievo, ¿seremos acaso la Edad Media de una futura modernidad? Un nombre que cambia con el tiempo, ¿es un verdadero nombre? La modernidad es una palabra en busca de su significado: ¿es una idea, un espejismo o un momento de la historia? ¿Somos hijos de la modernidad o ella es nuestra creación? Nadie lo sabe a ciencia cierta. Poco importa: la seguimos, la perseguimos. Para mí, en aquellos años, la modernidad se confundía con el presente o, más bien, lo producía: el presente era su flor extrema y última. Mi caso no es único ni excepcional: todos los poetas de nuestra época, desde el período simbolista, fascinados por esa figura a un tiempo magnética y elusiva, han corrido tras ella. El primero fue Baudelaire. El primero también que logró tocarla y así descubrir que no es sino tiempo que se deshace entre las manos. No referiré mis aventuras en la persecusión de la modernidad: son las de casi todos los poetas de nuestro siglo. La modernidad ha sido una pasión universal. Desde 1850 ha sido nuestra diosa y nuestro demonio. En los últimos años se ha pretendido exorcizarla y se habla mucho de la “postmodernidad”. ¿Pero qué es la postmodernidad sino una modernidad aún más moderna?Para nosotros, latinoamericanos, la búsqueda de la modernidad poética tiene un paralelo histórico en las repetidas y diversas tentativas de modernización de nuestras naciones. Es una tendencia que nace a fines del siglo XVIII y que abarca a la misma España. Los Estados Unidos nacieron con la modernidad y ya para 1830, como lo vio Tocqueville, eran la matriz del futuro; nosotros nacimos en el momento en que España y Portugal se apartaban de la modernidad. De ahí que a veces se hablase de “europeizar” a nuestros países: lo moderno estaba afuera y teníamos que importarlo. En la historia de México el proceso comienza un poco antes de las guerras de Independencia; más tarde se convierte en un gran debate ideológico y político que divide y apasiona a los mexicanos durante el siglo XIX. Un episodio puso en entredicho no tanto la legitimidad del proyecto reformador como la manera en que se había intentado realizarlo: la Revolución mexicana. A diferencia de las otras revoluciones del siglo XX, la de México no fue tanto la expresión de una ideología más o menos utópica como la explosión de una realidad histórica y psíquica oprimida. No fue la obra de un grupo de ideólogos decididos a implantar unos principios derivados de una teoría política; fue un sacudimiento popular que mostró a la luz lo que estaba escondido. Por esto mismo fue, tanto o más que una revolución, una revelación. México buscaba al presente afuera y lo encontró adentro, enterrado pero vivo. La búsqueda de la modernidad nos llevó a descubrir nuestra antigüedad, el rostro oculto de la nación. Inesperada lección histórica que no sé si todos han aprendido: entre tradición y modernidad hay un puente. Aisladas, las tradiciones se petrifican y las modernidades se volatilizan; en conjunción, una anima a la otra y la otra le responde dándole peso y gravedad.La búsqueda de la modernidad poética fue una verdadera quéte, en el sentido alegórico y caballeresco que tenía esa palabra en el siglo XII. No rescaté ningún Grial, aunque recorrí varias waste lands, visité castillos de espejos y acampé entre tribus fantasmales. Pero descubrí a la tradición moderna. Porque la modernidad no es una escuela poética sino un linaje, una familia esparcida en varios continentes y que durante dos siglos ha sobrevivido a muchas vicisitudes y desdichas: la indiferencia pública, la soledad y los tribunales de las ortodoxias religiosas, políticas, académicas y sexuales. Ser una tradición y no una doctrina le ha permitido, simultáneamente, permanecer y cambiar. También le ha dado diversidad: cada aventura poética es distinta y cada poeta ha plantado un árbol diferente en este prodigioso bosque parlante. Si las obras son diversas y los caminos distintos, ¿qué une a todos estos poetas? No una estética sino la búsqueda. Mi búsqueda no fue quimérica, aunque la idea de modernidad sea un espejismo, un haz de reflejos. Un día descubrí que no avanzaba sino que volvía al punto de partida: la búsqueda de la modernidad era un descenso a los orígenes. La modernidad me condujo a mi comienzo, a mi antigüedad. La ruptura se volvió reconciliación. Supe así que el poeta es un latido en el río de las generaciones.*La idea de modernidad es un sub-producto de la concepción de la historia como un proceso sucesivo, lineal e irrepetible. Aunque sus orígenes están en el judeocristianismo, es una ruptura con la doctrina cristiana. El cristianismo desplazó al tiempo cíclico de los paganos: la historia no se repite, tuvo un principio y tendrá un fin; el tiempo sucesivo fue el tiempo profano de la historia, teatro de las acciones de los hombres caídos, pero sometido al tiempo sagrado, sin principio ni fin. Después del Juicio Final, lo mismo en el cielo que en el infierno, no habrá futuro. En la Eternidad no sucede nada porque todo es. Triunfo del ser sobre el devenir. El tiempo nuevo, el nuestro, es lineal como el cristiano pero abierto al infinito y sin referencia a la Eternidad. Nuestro tiempo es el de la historia profana. Tiempo irreversible y perpetuamente inacabado, en marcha no hacia su fin sino hacia el porvenir. El sol de la historia se llama futuro y el nombre del movimiento hacia el futuro es Progreso.Para el cristiano, el mundo – o como antes se decía: el siglo, la vida terrenal – es un lugar de prueba: las almas se pierden o se salvan en este mundo. Para la nueva concepción, el sujeto histórico no es el alma individual sino el género humano, a veces concebido como un todo y otras a través de un grupo escogido que lo representa: las naciones adelantadas de Occidente, el proletariado, la raza blanca o cualquier otro ente. La tradición filosófica pagana y cristiana había exaltado al Ser, plenitud henchida, perfección que no cambia nunca; nosotros adoramos al Cambio, motor del progreso y modelo de nuestras sociedades. El Cambio tiene dos modos privilegiados de manifestación: la evolución y la revolución, el trote y el salto. La modernidad es la punta del movimiento histórico, la encarnación de la evolución o de la revolución, las dos caras del progreso. Por último, el progreso se realiza gracias a la doble acción de la ciencia y de la técnica, aplicadas al dominio de la naturaleza y a la utilización de sus inmensos recursos.El hombre moderno se ha definido como un ser histórico. Otras sociedades prefirieron definirse por valores e ideas distintas al cambio: los griegos veneraron a la Polis y al círculo pero ignoraron al progreso, a Séneca le desvelaba, como a todos los estoicos, el eterno retorno, San Agustín creía que el fin del mundo era inminente, Santo Tomás construyó una escala – los grados del ser – de la criatura al Creador y así sucesivamente. Una tras otra esas ideas y creencias fueron abandonadas. Me parece que comienza a ocurrir lo mismo con la idea del Progreso y, en consecuencia, con nuestra visión del tiempo, de la historia y de nosotros mismos. Asistimos al crepúsculo del futuro. La baja de la idea de modernidad, y la boga de una noción tan dudosa como “postmodernidad”, no son fenómenos que afecten únicamente a las artes y a la literatura: vivimos la crisis de las ideas y creencias básicas que han movido a los hombres desde hace más de dos siglos. En otras ocasiones me he referido con cierta extensión al tema. Aquí sólo puedo hacer un brevísimo resumen.En primer término: está en entredicho la concepción de un proceso abierto hacia el infinito y sinónimo de progreso continuo. Apenas si debo mencionar lo que todos sabemos: los recursos naturales son finitos y un día se acabarán. Además, hemos causado daños tal vez irreparables al medio natural y la especie misma está amenazada. Por otra parte, los instrumentos del progreso – la ciencia y la técnica – han mostrado con terrible claridad que pueden convertirse fácilmente en agentes de destrucción. Finalmente, la existencia de armas nucleares es una refutación de la idea de progreso inherente a la historia. Una refutación, añado, que no hay más remedio que llamar devastadora.En segundo término: la suerte del sujeto histórico, es decir, de la colectividad humana, en el siglo XX. Muy pocas veces los pueblos y los individuos habían sufrido tanto: dos guerras mundiales, despotismos en los cinco continentes, la bomba atómica y, en fin, la multiplicación de una de las instituciones más crueles y mortíferas que han conocido los hombres, el campo de concentración. Los beneficios de la técnica moderna son incontables pero es imposible cerrar los ojos ante las matanzas, torturas, humillaciones, degradaciones y otros daños que han sufrido millones de inocentes en nuestro siglo.En tercer término: la creencia en el progreso necesario. Para nuestros abuelos y nuestros padres las ruinas de la historia – cadáveres, campos de batalla desolados, ciudades demolidas – no negaban la bondad esencial del proceso histórico. Los cadalsos y las tiranías, las guerras y la barbarie de las luchas civiles eran el precio del progreso, el rescate de sangre que había que pagar al dios de la historia. ¿Un dios? Si, la razón misma, divinizada y rica en crueles astucias, según Hegel. La supuesta racionalidad de la historia se ha evaporado. En el dominio mismo del orden, la regularidad y la coherencia – en las ciencias exactas y en la física – han reaparecido las viejas nociones de accidente y de catástrofe. Inquietante resurrección que me hace pensar en los terrores del Año Mil y en la angustia de los aztecas al fin de cada ciclo cósmico.Y para terminar esta apresurada enumeración: la ruina de todas esas hipótesis filosóficas e históricas que pretendían conocer las leyes de desarrollo histórico. Sus (reyentes, confiados en que eran dueños de las llaves de la historia, edificaron poderosos estados sobre pirámides de cadáveres. Esas orgullosas construcciones, destinadas en teoría a liberar a los hombres, se convirtieron muy pronto en cárceles gigantescas. Hoy las hemos visto caer; las echaron abajo no los enemigos idelógicos sino el cansancio y el afán libertario de las nuevas generaciones. ¿Fin de las utopías? Más bien: fin de la idea de la historia como un fenómeno cuyo desarrollo se conoce de antemano. El determinismo histórico ha sido una costosa y sangrienta fantasía. La historia es imprevisible porque su agente, el hombre, es la indeterminación en persona.Este pequeño repaso muestra que, muy probablemente, estamos al fin de un período histórico y al comienzo de otro. ¿Fin o mutación de la Edad Moderna? Es difícil saberlo. De todos modos, el derrumbe de las utopías ha dejado un gran vacío, no en los países en donde esa ideología ha hecho sus pruebas y ha fallado sino en aquellos en los que muchos la abrazaron con entusiasmo y esperanza. Por primera vez en la historia los hombres viven en una suerte de intemperie espiritual y no, como antes, a la sombra de esos sistemas religiosos y políticos que, simultáneamente, nos oprimían y nos consolaban. Las sociedades son históricas pero todas han vivido guiadas e inspiradas por un conjunto de creencias e ideas metahistóricas. La nuestra es la primera que se apresta a vivir sin una doctrina metahistórica; nuestros absolutos – religiosos o filosóficos, éticos o estéticos – no son colectivos sino privados. La experiencia es arriesgada. Es imposible saber si las tensiones y conflictos de esta privatización de ideas, prácticas y creencias que tradicionalmente pertenecían a la vida pública no terminará por quebrantar la fábrica social. Los hombres podrían ser poseídos nuevamente por las antiguas furias religiosas y por los fanatismos nacionalistas. Sería terrible que la caída del ídolo abstracto de la ideología anunciase la resurrección de las pasiones enterradas de las tribus, las sectas y las iglesias. Por desgracia, los signos son inquietantes.La declinación de las ideologías que he llamado metahistóricas, es decir, que asignan un fin y una dirección a la historia, implica el tácito abandono de soluciones globales. Nos inclinamos más y más, con buen sentido, por remedios limitados para resolver problemas concretos. Es cuerdo abstenerse de legislar sobre el porvenir. Pero el presente require no solamente atender a sus necesidades inmediatas: también nos pide una reflexión global y más rigurosa. Desde hace mucho creo, y lo creo firmemente, que el ocaso del futuro anuncia el advenimiento del hoy. Pensar el hoy significa, ante todo, recobrar la mirada critica. Por ejemplo, el triunfo de la economía de mercado – un triunfo por default del adversario – no puede ser únicamente motivo de regocijo. El mercado es un mecanismo eficaz pero, como todos los mecanismos, no tiene conciencia y tampoco misericordia. Hay que encontrar la manera de insertarlo en la sociedad para que sea la expresión del pacto social y un instrumento de justicia y equidad. Las sociedades democráticas desarrolladas han alcanzado una prosperidad envidiable; asimismo, son islas de abundancia en el océano de la miseria universal. El tema del mercado tiene una relación muy estrecha con el deterioro del medio ambiente. La contaminación no sólo infesta al aire, a los ríos y a los bosques sino a las almas. Una sociedad poseída por el frenesí de producir más para consumir más tiende a convertir las ideas, los sentimientos, el arte, el amor, la amistad y las personas mismas en objetos de consumo. Todo se vuelve cosa que se compra, se usa y se tira al basurero. Ninguna sociedad había producido tantos desechos como la nuestra. Desechos materiales y morales.La reflexión sobre el ahora no implica renuncia al futuro ni olvido del pasado: el presente es el sitio de encuentro de los tres tiempos. Tampoco puede confundirse con un fácil hedonismo. El árbol del placer no crece en el pasado o en el futuro sino en el ahora mismo. También la muerte es un fruto del presente. No podemos rechazarla: es parte de la vida. Vivir bien exige morir bien. Tenemos que aprender a mirar de frente a la muerte. Alternativamente luminoso y sombrío, el presente es una esfera donde se unen las dos mitades, la acción y la contemplación. Así como hemos tenido filosofías del pasado y del futuro, de la eternidad y de la nada, mañana tendremos una filosofía del presente. La experiencia poética puede ser una de sus bases. ¿Qué sabemos del presente? Nada o casi nada. Pero los poetas saben algo: el presente es el manantial de las presencias.En mi peregrinación en busca de la modernidad me perdí y me encontré muchas veces. Volví a mi origen y descubrí que la modernidad no está afuera sino adentro de nosotros. Es hoy y es la antigüedad más antigua, es mañana y es el comienzo del mundo, tiene mil años y acaba de nacer. Habla en náhuatl, traza ideogramas chinos del siglo IX y aparece en la pantalla de televisión. Presente intacto, recién desenterrado, que se sacude el polvo de siglos, sonríe y, de pronto, se echa a volar y desaparece por la ventana. Simultaneidad de tiempos y de presencias: la modernidad rompe con el pasado inmediato sólo para rescatar al pasado milenario y convertir a una figurilla de fertilidad del neolítico en nuestra contemporánea. Perseguimos a la modernidad en sus incesantes metamorfosis y nunca logramos asirla. Se escapa siempre: cada encuentro es una fuga. La abrazamos y al punto se disipa: sólo era un poco de aire. Es el instante, ese pájaro que está en todas partes y en ninguna. Queremos asirlo vivo pero abre las alas y se desvanece, vuelto un puñado de sílabas. Nos quedamos con las manos vacías. Entonces las puertas de la percepción se entreabren y aparece el otro tiempo, el verdadero, el que buscábamos sin saberlo: el presente, la presencia.
En Los últimos sufrimientos del Salvador (compuesta por Carl Philipp Emanuel Bach entre 1769 y 1770), se concentran, por así decirlo, los principios compositivos más esenciales y se ofrece una visión profunda del pensamiento de Bach sobre una nueva música que debe ser, sobre todo, un lenguaje del sentimiento.Un solo coral y seis arias contrastan con once recitativos acompañados, algunos de los cuales conducen directamente a ariosos, como por ejemplo, en las secciones donde se representa la traición de Judas Iscariote (Den Menschenfreund willst du verrathen).💬 Síganos en nuestro canal de Whatsapp aquí.O donde el silencio de Cristo ante Pilato se convierte en realidad en un silencio musical (Und doch, welch Beyspiel der Geduld); y finalmente, donde una sola palabra (muere) acompañada de un pizzicato en el bajo es suficiente para marcar la muerte del Salvador.En Música Antigua y del Barroco escucharemos la versión de la Cantata 'Die letzten Leiden des Erlösers' (Los últimos sufrimientos del Salvador), Wq 233, de Carl Philipp Emanuel Bach, que nos ofrecen Barbara Schlick y Greta de Reyghere, sopranos; Catherine Patriasz, contralto; Christoph Pregardien, tenor; Max van Egmond, bajo; el Collegium Vocale Gent y La Petite Band bajo la dirección de Sigiswald Kuijken.Esta obra será presentada en la nueva edición de Música Antigua y de Barroco, el próximo viernes santo (29 de marzo) a las 9:00 p.m. por la señal en vivo de la HJCK.
El viernes de Semana Santa se lleva a cabo una de las conmemoraciones más representativas y profundas del cristianismo, en la que se recuerda la crucifixión y muerte de Jesús de Nazaret.Las Lamentaciones de Semana Santa forman parte de una tradición que tiene fuertes raíces en la música sacra desde el siglo XV: antes de Joseph Hector Fiocco, el mismo tema había sido planteado por Orlando di Lasso, Carissimi, Alessandro Scarlatti, Charpentier, François Couperin, por citar sólo los más conocidos. Después de Fiocco, el último en el orden cronológico fue Igor Stravinsky con Threni en 1958.Para la Semana Santa, la liturgia pedía lecturas cantadas de piezas extraídas de las Lamentaciones del profeta Jeremías; que en el ámbito de la cultura francesa tomaron el nombre de "Leçons des Ténèbres" (Lecturas de las tinieblas), pues con cada verso se apagaba una vela hasta que finalmente la iglesia quedaba en total oscuridad, representando el descenso temporal de Cristo al inframundo.Otra de las muchas obras que han sido compuestas para dicha conmemoración y que ha sido poco difundida es la Passio per il Venerdì Santo (Pasión para el Viernes Santo) de Giuseppe Giordani o Giordaniello, compositor italiano quien nació en Nápoles el 19 de diciembre de 1751 y falleció en Fermo el 4 de enero de 1798. 💬 Síganos en nuestro canal de Whatsapp aquí.Giordani estudió música con Domenico Cimarosa y Niccolò Antonio Zingarelli, y en 1774 fue nombrado director de música de la capilla de la catedral de Nápoles. En 1776 escribió su Passio per il Venerdì Santo, y su primera ópera (L'Epponina) fue lanzada en 1779.Y finalmente en esta edición del Concierto de la Tarde escucharemos la primera lección de las Lamentaciones que compuso Estêvao de Brito, el compositor portugués que vivió entre los años 1575 y 1641.Si bien la polifonía floreció más tarde en Portugal que en la mayoría de los demás países europeos, las Lamentaciones de De Brito deben mucho a los antecedentes españoles, al tiempo que llevan al límite ciertos aspectos del estilo del Renacimiento tardío, como gran parte de la música portuguesa de principios del siglo XVII.Todas estas obras serán transmitidas el viernes santo (29 de marzo) a las 3:00 p.m. por la señal en vivo de la HJCK.
La Misa de Réquiem de Giuseppe Verdi, una obra monumental en el repertorio de la música clásica, es una expresión inigualable de emoción, drama y grandeza. Compuesta en memoria del escritor y poeta italiano Alessandro Manzoni, Verdi creó una obra que trasciende los límites litúrgicos y se convierte en una experiencia musical y espiritual profundamente conmovedora.Verdi comenzó a concebir su Réquiem en 1868, cuando Manzoni falleció, pero no fue hasta 1873 que completó la obra. Aunque Verdi era conocido principalmente por sus óperas, su incursión en la música sacra con esta obra resultó ser igualmente impresionante. La Misa de Réquiem no es una composición litúrgica convencional, sino más bien una visión personal de Verdi sobre el texto latino tradicional, que abarca una amplia gama de emociones humanas, desde la angustia hasta la esperanza.La Misa de Réquiem de Verdi consta de siete secciones principales: el "Requiem" (Requiem aeternam), el "Dies Irae", el "Offertorio", el "Sanctus", el "Agnus Dei", el "Lux aeterna" y el "Libera me". Cada sección está marcada por una intensidad dramática excepcional y una variedad de recursos musicales que muestran la habilidad de Verdi para crear tensión y emoción.💬 Síganos en nuestro canal de Whatsapp aquí.El "Dies Irae", en particular, es una de las secciones más impactantes de la obra, con sus tumultuosos coros y orquestación apasionada que retratan el juicio final y la ira divina de manera vívida y dramática. Contrastando con esto, el "Lux aeterna" ofrece un momento de paz y serenidad, con su hermosa melodía y armonías celestiales.Verdi demostró una maestría excepcional en la escritura coral y orquestal en esta obra, utilizando técnicas innovadoras para crear una atmósfera de intensidad emocional y espiritual. Su capacidad para combinar elementos operísticos con la solemnidad de la música sacra resultó en una obra que trasciende los límites del género y continúa cautivando al público hasta el día de hoy.El legado de la Misa de Réquiem de Verdi perdura a través de su influencia en generaciones posteriores de compositores y su impacto duradero en el repertorio de conciertos. Su habilidad para capturar la profundidad de la experiencia humana y elevarla a un plano espiritual lo convierte en uno de los trabajos más significativos en el canon de la música clásica.La Misa de Réquiem de Giuseppe Verdi es una obra monumental que combina la grandeza operística con la devoción sacra de una manera única y conmovedora. A través de su música poderosa y emotiva, Verdi nos lleva en un viaje espiritual que nos confronta con nuestras propias emociones y nos recuerda la fragilidad y la trascendencia de la vida humana. Su legado perdura como un testimonio eterno de la capacidad de la música para elevar el alma y trascender las barreras del tiempo y del espacio.Podrá escuchar esta obra maravillosa en la edición especial de nuestro Concierto de la Tarde, hoy jueves santo. Esta versión estará interpretada por Katia Ricciarelli, Shirley Verrett, Plácido Domingo, Nicolai Ghiaurov, Orquesta y Coro del Teatro alla Scala bajo la dirección de Claudio Abbado y estará al aire a las 3:00 p.m. por la señal en vivo de la HJCK.
Como parte de su segundo ciclo de cantatas, en 1724, en Leipzig, el alemán Johann Sebastian Bach compuso Herr Jesu Christ, du höchstes Gut, una cantata sacra, específicamente una cantata de iglesia, conocida en español como Señor Jesucristo, oh bien supremo.Bach, uno de los compositores más importantes del período barroco, compuso esta obra religiosa durante su primer año como Thomaskantor en Leipzig, donde fue responsable de la música en las principales iglesias de la ciudad. Para poner en contexto, Thomaskantor ó "Kantor de Santo Tomás" fue el título honorífico y cargo que tuvo el compositor alemán entre 1723 y 1750.Durante esos años, Bach fue el encargado de la educación musical y la dirección de la música en las principales iglesias de la ciudad de Leipzig, especialmente en las de Santo Tomás y en San Nicolás. Este cargo musical durante la labor de Bach fue considerado uno de los más respetados e influyentes de la Alemania protestante, participando no solo en actos religiosos y académicos, sino también en elecciones del concejo municipal y homenajes de la ciudad.“Señor Jesucristo, oh bien supremo” es una cantata de iglesia que incluye movimientos de coral, arias solistas y recitativos con un movimiento final de coral. La obra está escrita para voz solista (soprano), un coro de cuatro partes (SATB), y un conjunto instrumental que suele incluir cuerdas y continuo (órgano u otros instrumentos de bajo).Pese a que se desconoce la autoría del texto de la cantata, se sabe que está basado en el himno en el himno del mismo nombre (Herr Jesu Christ, du höchstes Gut), del poeta y teólogo Bartholomäus Ringwaldt.💬 Síganos en nuestro canal de Whatsapp aquí.El himno original tiene un carácter de oración penitencial y de súplica a Cristo. En el mismo sentido, la cantata, en su conjunto, reflexiona sobre la relación de los devotos con Cristo, expresando arrepentimiento, confianza y gratitud por la misericordia divina.Algunas grabaciones notables de esta cantata incluyen las realizadas por John Eliot Gardiner con el grupo Solistas Barrocos Ingleses y el Coro Monteverdi, y la grabación de Karl Richter con la Orquesta Bach de Múnich.En la HJCK podrá escuchar esta obra sacra interpretada por Kurt Equiluz (tenor), Max van Egmond (bajo), el Coro de Niños de Hannover, el Collegium Vocale de Gent y el Leonhardt Consort bajo la dirección de Gustav Leonhardt🔴 No olvide conectarse a la señal en vivo de la HJCK, el arte de escuchar.
La muestra exhibirá desde retratos del siglo XVI realizados por Hans Holbein el Joven a fotografías contemporáneas de Hiroshi Sugimoto o los trajes utilizados en el popular musical 'SIX', en la primera exhibición histórica desde la reapertura de la galería de arte londinense el año pasado.Así, recogerá más de 140 trabajos con referencias a las vidas de Catalina de Aragón, Ana Bolena, Juana Seymour, Aaa de Cléveris, Catalina Howard y Catalina Parr, incluidas pinturas, dibujos, libros, fotografías o trajes, algunos nunca vistos antes.Con las diferentes obras que hablan de las seis esposas del Tudor, la National Portrait Gallery pretende "poner el foco narrativo en estas mujeres extraordinarias y no en su tristemente célebre marido", como se recoge en la nota de prensa.El objetivo es que el público aprenda sobre las relaciones de las distintas reinas con la corte y con el rey, además de sobre sus intereses, su ideología o sus creencias y valores, entre otros aspectos de sus vidas.Entre los trabajos destacados que se expondrán se encuentra un retrato de Ana de Cléveris pintado por Edgar Degas, la caja con las herramientas de escritura de Catalina de Aragón o el libro de horas de Ana Bolena.💬 Síganos en nuestro canal de Whatsapp aquí.Estas obras de la época interactúan con otras posteriores, que mostrarán cómo la cultura popular ha reinterpretado y representado a las seis mujeres, recordadas por el momento de su muerte y no por sus vidas —en inglés, existe la rima 'Divorced, beheaded, died / Divorced, beheaded, survived' ('Divorciada, decapitada, muerta / Divorciada, decapitada, superviviente')—.Como dijo el director de la National Portrait Gallery, Nicholas Cullinan, la muestra espera "generar la empatía" de los asistentes.Y también pretende "recordarnos que debemos reflexionar sobre las historias que construimos colectivamente y la facilidad con la que podemos terminar definiendo a las personas por un único momento de sus vidas", destacó.La exposición, acompañada de la publicación de un libro del mismo título escrito por la comisaria, Charlotte Bolland, permanecerá abierta durante los meses de verano hasta el 8 de septiembre.No olvide conectarse a la señal en vivo de la HJCK, el arte de escuchar.